Tema-9-R_Equipo-2024-25_FOLLETO.pdf
Audio Tema-9-equipo-junio25
I. «SIMÓN, HIJO DE JUAN, ¿ME AMAS?» (Segunda parte).
Dejaron pronto Jerusalén y volvieron a Galilea. Qué alivio poder abandonar esa ciudad en la que habían sufrido tanto. Galilea les acogió con toda la serenidad de su primavera, de sus olivos, de la hierba verde, de su perfume y de su fragancia, y también con el azul de su lago, en cuyas orillas habían vivido tantos momentos felices con Jesús. Se establecieron en Cafarnaún, en las casas de Simón, de los hijos de Zebedeo y de otros amigos. Casi enseguida retomaron sus actividades habituales siempre con la libertad que daba a su existencia el apego exclusivo a Jesús, su amigo vencedor de la muerte.
Una noche Pedro sintió la necesidad de volver al lago. «Voy a pescar», dijo a los que se encontraban con él, sin pensar en que todos le seguirían. La noche cayó dulcemente sobre el agua tranquila. Al empujar la barca hacia el agua, al remar y al echar las redes, Pedro se dio cuenta de que no hacía todo aquello porque deseara pescar, sino porque deseaba a Jesús. Un día se había encontrado con el Maestro al echar las redes; se había encontrado con Él aceptando remar mar adentro; se había encontrado con Él en esa misma barca, haciendo los mismos gestos que repetía ahora. Comprendió que ya no volvería a hacer nada, a vivir nada, sin desear que Jesús estuviese presente, con él, en medio de ellos.
Con las primeras luces del alba decidieron volver a tierra. Simón no estaba desilusionado porque no hubieran pescado nada, sino porque Jesús no se había manifestado. Un extraño se acercó a la orilla arenosa y les preguntó desde lejos: «Muchachos, ¿tenéis pescado?» (Jn 21, 5). Respondieron de forma seca, casi a coro: «No». «Echad la red a la derecha de la barca y encontraréis» (Jn 21, 6). Se miraron unos a otros llenos de asombro. Juan miraba fijamente al extraño. Echaron las redes casi sin ponerse de acuerdo. Al instante se llenaron de peces. Juan susurró al oído de Pedro: «¡Es el Señor!».
Pedro se sobresaltó. ¡Sí! ¿Quién, si no? ¿Cómo había podido no reconocerle enseguida? Sin pensárselo dos veces, Pedro se arrojó al agua bajo la mirada atónita de sus compañeros, a excepción de Juan, que comprendía todo. Jesús le sonreía. Se miraron mutuamente, pero Pedro no se atrevió a hablarle. Junto a Jesús había unas brasas, un pez que se estaba asando y pan. El fuego parecía estar encendido desde hacía tiempo. En cuanto llegaron los demás, Jesús se dirigió a ellos diciendo: «Traed de los peces que acabáis de pescar» (Jn 21, 10). Simón no dejó tiempo a los demás para reaccionar: subió a la barca y con un grandísimo esfuerzo arrastró él solo la red hasta la orilla. Jesús continuaba sonriendo y, sin entretenerse, dijo: «Venid a almorzar», y distribuyó a cada uno un poco de pez asado y pan.
Todo era tan sencillo, tan natural como antes, y sin embargo aquel hombre que estaba allí ante ellos, que les miraba, que les servía, tocando sus dedos con los de ellos, y que comía con ellos sonriendo en silencio, ¡era el mismo que había sido crucificado y había muerto! ¡Qué bonito era estar allí con Él, mientras el sol se alzaba, transformando en oro las mil olas del mar que parecían acunar el gozo desbordante de sus corazones! Jesús esperó a que todos hubiesen terminado de comer. Parecía que ese tiempo no tenía fin. ¡Ojalá no hubiese terminado nunca!
Pero de golpe el Señor, que hasta entonces parecía estar atento a todos sin privilegiar a ningún discípulo, se puso a mirar fijamente a Pedro. Simón no pudo soportar mucho tiempo esta mirada, porque le pareció que era idéntica a la que había cruzado con Él en el patio del sumo sacerdote. Bajó los ojos hacia las brasas, pero eso también le recordó el patio, los guardias, las sirvientas, a sí mismo.
Cerró los ojos y escuchó las olas que acariciaban las piedras de la orilla. Tuvo la impresión de que también la voz que le interpelaba era una ola que procedía de los abismos más profundos: «Simón, hijo de Juan, ¿me amas más que estos?» (Jn 21, 15).
Desde hacía tiempo Pedro no esperaba que Jesús se dirigiese a él personalmente, y en caso de dirigirle una palabra, sería ante todo un reproche, o cuanto menos una corrección. Pero nunca se habría imaginado que el Resucitado le preguntara simplemente si le amaba. Se había preparado para responder a una corrección severa, se había preparado para implorar piedad, llorando, confesándose pecador, vil, el último de todos…
«¿Me amas?», y además, «más que estos», es decir, más que Juan, que le había seguido hasta los pies de la cruz? Pero lo que le impresionó a Pedro no fue solo la pregunta, sino el tono con el que la planteaba. No era un examen lo que Jesús estaba haciendo, ni un proceso. Jesús mendigaba su amor, mendigaba aquello que necesitaba.
Pedro estaba ahí, en medio de sus compañeros, pero ahora todo tenía lugar entre Jesús y él, como en el patio del sumo sacerdote. Simón estaba ahí solo ante Jesús, que necesitaba de su amor. No necesitaba ser liberado con la espada de aquellos que le tenían atado, ni de los judíos o de los romanos que querían quitarle la vida. Jesús necesitaba amor, necesitaba su amor. «Sí, Señor, tú sabes que te quiero». Y Jesús añadió, pero no era una pregunta, sino una simple información: «Apacienta mis corderos».
Se produjo un silencio. Habrían podido empezar a hablar de otra cosa, de cualquier otro tema, aunque fuera por prolongar el placer de estar allí juntos. Pero Jesús seguía mirando fijamente a Pedro, y Pedro no volvió a bajar la mirada, porque le acababa de decir a Jesús que le quería, y porque Jesús, con su sed de amor, no podía ser temido.
Pedro sintió que le llamaba por su nombre una segunda vez, y de nuevo se sobresaltó: «Simón, hijo de Juan, ¿me amas?» (Jn 21, 16). ¿Quizá no había respondido bien, o no había sido sincero? ¿Acaso Jesús no creía que le amaba? Pedro se repitió para sus adentros la pregunta: ¿Le amo de verdad? Pero ¿qué quiere decir amar a Jesús? ¿Cómo puedo pretender amarle? ¿Cómo puedo pensar que Jesús necesite de mi amor?
Miró fijamente al Señor. Era como si la mirada del Señor diese la forma justa al material tosco de su deseo de respuesta. Pedro repitió: «Sí, Señor, tú sabes que te quiero». Y de nuevo, con el mismo tono, Jesús le dijo: «Pastorea mis ovejas».
Jesús miró hacia mar abierto, y Pedro hizo lo mismo. El sol ya estaba alto y las aguas encrespadas brillaban bajo su cálida luz. Pedro estaba admirando este espectáculo cuando escuchó de nuevo a Jesús que le llamaba y, dándose la vuelta de golpe, se dio cuenta de que ya le estaba mirando: «Simón, hijo de Juan, ¿me quieres?» (Jn 21, 17). Esta vez Pedro encontró una explicación a la triple repetición de la pregunta: le he negado tres veces, tres veces me pregunta si le amo. ¿Quizá no me cree? ¿Acaso puedo afirmar algo sobre mí en relación con Jesús, después de que juré tres veces que no le conocía? Pero si no me cree, si ya no puede creerme, ¿por qué me dice que pastoree su rebaño? Con lágrimas en los ojos, con la voz como la de un niño que está a punto de romper a llorar, Simón dijo tan fuerte que casi se asustó: «¡Señor, tú conoces todo, tú sabes que te quiero!».
Y de nuevo, de una vez por todas, antes incluso de terminar su respuesta, Pedro vio con certeza que Jesús creía en su amor, que creía en él desde la primera respuesta, que creía en él desde siempre, desde su primer encuentro en aquella misma orilla. Solo ahora, solo en este momento, después de tres años vividos con Él, después de haberle visto sufrir, de que muriera después de haberle negado y abandonado, solo ahora Pedro descubría que Jesús necesitaba de su amor, que Jesús, el Hijo de Dios que había vencido a la muerte, estaba sediento de su amor.
«Apacienta mis ovejas», le repitió Jesús, y Pedro comprendió que esta tarea no estaba separada de la pregunta del Señor. Pedro ya solo tendría una misión que cumplir: amar a Jesucristo, responder a su sed de amor, y responder como el pecador que era, como el miserable que era. Era como si Jesús le dijese: «Puedes negarme mil veces, puedes negarme durante toda la vida, ¡pero nunca te olvides de amarme, no me prives nunca de tu amor!».
Se levantó una brisa ligera que tenía el sabor del lago. Atizó de nuevo las brasas que quedaban del fuego que Jesús había encendido. Los demás discípulos estaban felices a su alrededor, como si Jesús hubiese hablado con cada uno de ellos en particular. Jesús tocó ligeramente el brazo de Simón y le dijo: «¡Sígueme!». Pero Pedro escuchó de nuevo y solo: «¿Me amas?».
II. EPÍLOGO: LA SOMBRA DE SIMÓN PEDRO
Desde el día en que, después de que Jesús subiera al cielo, el Espíritu Santo había descendido sobre ellos en el Cenáculo, su vida había cambiado completamente, mucho más que cuando seguían a Jesús por los caminos de Palestina. Ya no tenían un solo momento para ellos mismos: desde el alba hasta el ocaso estaban como suspendidos entre la misericordia de Cristo y la miseria de los hombres. Pero ahora la misericordia de Cristo no era algo que veían desde fuera, delante de ellos, como cuando miraban y escuchaban al Señor. Ahora la misericordia del Señor estaba en ellos, como un fuego, como un viento potente que les proyectaba hacia la inmensa miseria de la muchedumbre. Pedro pensaba con frecuencia en lo que decía Jesús a menudo mirando a las multitudes que venían a Él: eran como ovejas perdidas, sin pastor; y sus ojos estaban tristes y a la vez ardían. Jesús sufría por toda esa miseria, pero en Él ardía la alegría de poder entregarles su propia persona, el sentido de su vida, es decir, todo.
Pedro y los demás experimentaban ahora ese mismo sentimiento de tristeza mezclada con ardor. Por eso nunca se cansaban de pastorear el rebaño y de empezar de nuevo cada día a anunciar a Jesucristo como única salvación del mundo.
Pedro pensaba también con frecuencia en la imagen que Jesús se había atribuido durante la última cena antes de la pasión: «Yo soy la vid, vosotros los sarmientos. El que permanece en mí y yo en él, ese da fruto abundante; porque sin mí no podéis hacer nada» (Jn 15, 5). ¡Qué cierto era! Sin Él, nada; con Él, ¡todo! A Simón le parecía que vivía siempre al límite de sí mismo, es más, más allá del límite de sí mismo. Hablaba a la gente, y sin embargo no sabía qué decirles; curaba a los enfermos, y sabía que era imposible para él; corregía, y sin embargo sabía que era él quien tenía que ser corregido por todos. Todos le pedían tiempo, palabras, gestos, milagros, atención, amor, y él sabía que no tenía en sí mismo nada de todo eso: se sentía siempre como vacío, agotado, al límite. El Señor le había lanzado a una aventura de la que nunca conseguía adueñarse.
Antes de conocer a Jesús, Pedro podía tener toda su vida bajo control. Su casa, su familia, la pesca: era fácil gestionar su pequeño mundo. En casa se hacía obedecer, era un buen pescador y el lago, a pesar de todo, era generoso; sus trabajadores le respetaban. Ahora, en cambio, todo era desproporcionado. Cientos, miles de personas de toda raza y lengua venían a él para pedirle lo imposible. La comunidad de los discípulos crecía cada vez más, y él era el responsable de todos. Ya no había para él día ni noche, no había posibilidad de hacer comidas ordenadas ni tiempo para dormitar en la orilla del lago. Y, sin embargo, se sentía tranquilo, en paz. Sentía en su interior una fuerza que no eliminaba su debilidad, sino que la utilizaba. Todos le pedían todo, y Pedro respondía a todo y a todos. Pero respondía pidiéndoselo todo también al Señor Jesús, que le daba su Espíritu, el Espíritu del Padre.
Desde que Jesús había mendigado su amor -«¿Me amas?»-, Pedro vivía mendigando el de Jesús, mendigándolo todo de Él. Por eso la exigencia inmensa de la misión que Jesús le había confiado no era un peso para él. Todo estaba incluido en el intercambio de amor con el Señor, y era dulce sentirse llamado por Él en la voz de los pobres, de los pecadores, de toda esta gente perdida. Era un don poder responder una y otra vez al Señor: «¡Tú sabes que te quiero!» en cada palabra que anunciaba, en cada gesto que realizaba, en cada paso que daba. No, ya no decía: «Daré mi vida por ti». Solo decía: «¡Tómame!».
Una frase pronunciada por el Resucitado aquella mañana llena de luz volvía continuamente a su corazón: «Cuando seas viejo, extenderás las manos, otro te ceñirá y te llevará a donde no quieras». Justo después de esa frase Jesús había añadido: «¡Sígueme!» (Jn 21, 18-19).
Pensando de nuevo en Getsemaní, Pedro se acordó de que también Jesús había sido atado y llevado a donde no quería. Y, sin embargo, cuánto deseó ir allí donde el Padre le mandaba, ¡hasta la muerte en 1a cruz! Sí, ahora Pedro tocaba cada día el gozo de poder amar a Jesús dejándose llevar, por todo y por todos, a donde no habría querido ir si no fuera por el Sí, era gozo y suma libertad sacrificar su voluntad por la voluntad del Amado. ¡Qué libertad, querer lo que no se querría si no se amase!
«Extenderás las manos, y otro… te llevará a donde no quieras».
Extender las manos, las manos vacías, para permitir dejarse tomar y llevar allí donde quería el Señor: esa era toda su tarea. Jesús no le pedía otra cosa. Por eso a Pedro le gustaba rezar durante largo rato, en cuanto podía, extendiendo sus manos vacías hacia el cielo, hacia el Señor. Pero no era ya capaz de aislar la oración del resto de la vida: sus manos estaban siempre extendidas, siempre vacías, siempre dispuestas a dejarse tomar y conducir por Cristo en todo, en todos, siempre.
Un día que pasaba por una calle abarrotada de Jerusalén, en medio de la gente que se agolpaba para verle, para escucharle y para pedirle la curación, Pedro se dio cuenta de que los milagros sucedían incluso si solamente su sombra rozaba a los enfermos (Hch 5, 15). Experimentó por ello un sentimiento extraño, distinto de aquella impaciencia que sentía instintivamente con relación a la muchedumbre cuando percibía que se entusiasmaba por él y no lo suficiente por el Señor que hacía todo. ¿Bastaba entonces con su sombra para realizar las maravillas de Dios? Se detuvo un instante para observar su sombra sobre la tierra polvorienta y sucia del camino. El sol estaba alto y proyectaba una sombra deforme, con la cabeza demasiado pegada al cuerpo, y los brazos largos hasta los pies. Instintivamente se volvió hacia el sol, como para medir la altura, pero enseguida tuvo que cerrar los ojos, cegado por la luz. Cuando volvió a abrirlos en dirección a su sombra, fue como si esta hubiese sido iluminada en el centro por la impronta luminosa del sol que permanecía en sus ojos, como si el garabato de sí mismo que tenía ante sí tuviese un corazón de fuego que iluminaba todo, también el camino sucio y los mendigos que se agolpaban para pedirle piedad.
Se acordó de una frase que Jesús había pronunciado un día precisamente allí, en Jerusalén, durante la fiesta de las Tiendas: «Yo soy la luz del mundo» (Jn 8,12). Sí, Jesús era la única luz, Jesús era el único sol de la vida, de su vida y de la vida de toda aquella gente. Y, sin embargo, no era el sol lo que curaba a estos enfermos, sino su sombra. Sin el sol no existiría sombra, pero parecía que sin la sombra no se habrían producido las curaciones. ¡Qué misterio que la luz de Cristo actuase en la sombra! Pedro miró de nuevo su sombra; la miró con ternura, como se mira a un niño. La miró con gratitud: ¿eres tú la que anuncia en mí la luz de Cristo? ¿Eres tú la que muestra al mundo que su luz es el Señor? ¿Eres tú la que actúa como el sol, que calienta, ilumina, sana y hace crecer y fructificar a todo viviente?
Pensó entonces en las muchas sombras de su vida: en su carácter, en su testarudez, en las palabras y las acciones de las que se arrepentía, en lo que no había hecho; pensó sobre todo en los tres años que había vivido cerca de Jesús: ¡cuántas ocasiones desperdiciadas, ¡qué poca atención y docilidad! ¡Y vivía con la Luz del mundo, con el Señor del universo! Y, además, de nuevo y siempre, la negación, tan mezquina, tan estúpida, tan miserable. Sombras, sombras, sombras por todas partes, sombras siempre. ¡Todo era sombra en él! Y, sin embargo, era justamente su sombra lo que curaba y salvaba a toda esa gente. Sin embargo, su sombra era luz y vida para todos aquellos pobres. ¡Cristo se servía precisamente de su sombra para manifestar al mundo su luz divina!
Una idea traspasó su mente y le hizo volverse de golpe hacia el sol. ¡El sol nunca ve las sombras! El sol manifiesta nuestra opacidad, pero lo hace iluminándonos, y la sombra que se crea nunca se ve en su presencia. Simón pensó de nuevo en la mirada de Jesús. Jesús nunca le había mirado poniendo en evidencia su miseria, ni siquiera en el patio del sumo sacerdote. La mirada de Jesús iluminaba siempre, iluminaba a todos, incluso a Judas, incluso a los que le crucificaban y le insultaban. Solo nosotros pecadores vemos las sombras en el rostro de los demás, porque nuestra mirada carece de luz. Es verdad que Jesús conocía nuestra opacidad, pero su corazón no podía sino amarla, es decir, perdonarla, redimirla, salvarla, purificándola con la luz de su mirada.
Otro enfermo que se hallaba echado por tierra se levantó exultante, curado por la sombra de Pedro. Se puso a correr alabando a Dios. Pedro no se movió; miró el suelo en donde poco antes yacía el enfermo. Ahora su sombra era todavía más corta, y su cabeza había desaparecido en el tronco, como hundida en el corazón. «No te creas que eres grande», le dijo Simón Pedro, «eres buena solo porque el Señor mira con amor mi miseria».
Continuó su recorrido con el ánimo alegre porque su humanidad opaca era ya por completo signo e instrumento de la misericordia de Cristo.
PREGUNTAS:
1. ¿En qué se basa tu relación con Cristo? ¿Qué crees que espera de ti cuando te llama a seguirle?
2. La misión es la invitación del Señor a expresar nuestro amor por Él de forma concreta.
3. ¿Qué corderos y qué ovejas apacientas? ¿A quién te ha encargado cuidar? ¿Vives este servicio como respuesta al amor recibido?
4. Ante tus pequeñas o grandes traiciones, ¿cómo experimentas el perdón del Señor? ¿Cuándo eres capaz de perdonarte, de tener misericordia contigo?
5. ¿En qué momentos sientes que la misión te sobrepasa? ¿Por qué? ¿Cuál es tu respuesta?