I. «SEÑOR, ¿A QUIÉN VAMOS A ACUDIR?»
Cada vez era más numerosa y entrometida la multitud que buscaba a Jesús. Para los discípulos resultaba cada vez más fatigoso estar con el Maestro. Sobre todo, cuando pernoctaban en una ciudad, porque no tenían paz ni de día ni de noche. Pedro era feliz cuando podían estar solos con Jesús por los caminos desiertos del campo o, mejor todavía, en la barca en medio del lago. Para dejar un lugar habitado se veían obligados con frecuencia a hacerlo en el corazón de la noche, pero incluso entonces resonaba a sus espaldas la voz de los pobres y de los enfermos, y esto dejaba en sus corazones el desagradable sentimiento de quien siente que no está siendo bueno.
Toda esa gente, todos esos pobres, eran un poco agobiantes. Pero lo único que hacían era buscar a Jesús con amor, o al menos con deseo, y le escuchaban. Se veía que para ellos el Rabí era la última esperanza de una vida más feliz.
Pedro no había visto nunca tantas miserias como desde que seguía a Jesús. Enfermos, locos, endemoniados, cojos, ciegos, sordomudos y no pocos leprosos se acercaban a ellos para ser curados y consolados por el Señor. Todas estas personas consumían las fuerzas del Maestro, pero Jesús nunca se mostraba molesto por su presencia. Si tenía que dejarles para ir a otra ciudad o región, sabía hacerlo con delicadeza, sin que se sintiesen rechazados o abandonados. El encuentro con Él dejaba en todos la impresión de una amistad destinada a durar para siempre.
No, no eran los pobres los que cansaban a Jesús, sino otra categoría de personas que se acercaban a Él: los que le eran hostiles y buscaban una mínima palabra o un mínimo gesto que pudiese confirmar su oposición a sus enseñanzas y a su obra, y así justificar una condena.
Llegaban siempre como moscas, quién sabe de dónde, allí donde estuviese Jesús. Algunas enseñanzas del Rabí parecían tocarles, algunos gestos de su bondad parecían conmoverles, pero ningún milagro conseguía convencerles. Su corazón sabía tergiversar cada palabra de verdad y transformar cada experiencia de vida en leña seca para alimentar el fuego fatuo de su impostura, como si la mentira se hubiese adueñado de su alma.
Jesús, siempre tan misericordioso en relación con la miseria humana, sabía describir su espíritu retorcido con imágenes y representaciones extremadamente fuertes. Sus amigos y discípulos comprendían que para Él la peor amenaza era que ellos mismos se volviesen hipócritas como los escribas y fariseos. Pedro veía claramente que la hipocresía de estos enemigos del Maestro consistía en un egocentrismo orgulloso, capaz de someter a la sed de poder incluso la evidencia de la verdad y de la bondad que emanaban de Él. Por eso, cuando Jesús descubría en sus discípulos la más pequeña brizna de esa hipocresía, se volvía severo con ellos. Pero con el paso del tiempo habían tenido que admitir que en esa severidad se encerraba la fuente de su inmenso amor por ellos.
Con el paso del tiempo, se intensificaron los dos movimientos, el de la multitud que seguía a Jesús y el de los fariseos que le amenazaban. Los discípulos se veían sacudidos por estas dos fuerzas, hasta el día en que, después de haber multiplicado los panes y los peces por segunda vez, Jesús pronunció en la sinagoga de Cafarnaún un discurso incomprensible. Se comparaba con el verdadero pan bajado del cielo, un pan que procedía del Padre y, cosa todavía más enigmática, añadía que, si no comían de ese pan, no podrían vivir eternamente, y que el pan era su carne, y que había que comer su carne y beber su sangre para tener vida y ser salvados. Decía además que Él, Jesús, resucitaría en el último día a todos los que creyeran en Él, porque Él era la vida del mundo.
Todas estas palabras se arremolinaban en la cabeza de Pedro, mezcladas con sentimientos de miedo y de irritación por lo que producirían en la multitud y sobre todo en los judíos hostiles al Rabí. De hecho, Simón veía cómo crecía en los rostros de la gente el asombro, el disgusto, el escándalo y el odio.
Jesús hablaba con dulzura, y el contraste con la evidente hostilidad de los que escuchaban le confería cada vez más el aspecto de un cordero inocente rodeado de lobos. El murmullo de desaprobación crecía, pero Él parecía no darse cuenta. Más aún, repetía las cosas que la gente no quería oír, como un niño que puede llegar a ser indiscreto porque no conoce la maldad de los hombres.
Los Doce se apiñaban entre ellos. ¿Estaban con Jesús? ¿Estaban con la multitud escandalizada? El miedo y la amargura de la desilusión invadían sus corazones. Sufrían al ver cómo se echaba a perder la reputación del Maestro por algunas palabras oscuras y, sobre todo, imprudentes. Cuando Jesús dejó de hablar, quedándose en silencio con la mirada luminosa después de haber hablado del Padre, los apóstoles se dieron cuenta de que incluso los que ya seguían a Jesús como discípulos no tardarían en abandonarle escandalizados.
Entonces Jesús se puso triste porque no creían, porque no creían todavía que Él había sido enviado por el Padre. Le habían seguido por lo que hacía o decía, no por lo que Él era. Un discurso incomprendido era motivo para abandonarle, era más determinante para ellos que lo que Él era, que todo el amor que su presencia les había hecho experimentar. ¿Cómo podían no entender que su presencia era el pan que les alimentaba y les daba vida en plenitud, la vida filial en el amor del Padre?
Muchos se marcharon, y lo hicieron para siempre.
Los Doce se quedaron allí; no se atrevían a moverse ni a decir una sola palabra. Un silencio grave parecía brotar del corazón del Señor y difundirse a su alrededor como niebla de invierno. ¿Puede haber mayor tristeza que el rechazo de un don, justamente en el momento en que se ha manifestado con todo su valor?
Pero si parecía ya agotada la disponibilidad de los hombres para acogerlo, el ofrecimiento del don de amor del Señor permanecía siempre ante ellos. El sufrimiento de su rostro transparentaba la decisión de un ofrecimiento de sí dispuesto ya a penetrar dentro del rechazo de los hombres para expresar de este modo la «locura» de un amor que quería que todos se salvasen.
Dulcemente, pero como si estuviese en un punto en que bastara una palabra para romperlo todo, Jesús miró al pequeño grupo de los apóstoles confundidos: «¿También vosotros queréis marcharos?». Pedro se sorprendió repentinamente reconociendo en la voz del Maestro el mismo tono con el que un día un chiquillo leproso les había pedido limosna al borde de un camino.
Una inmensa tristeza se apoderó de él, y lo que se vio respondiendo no fue sino un grito de ayuda. El suyo era también el grito de un mendigo: «Señor, ¿a quién vamos a acudir? Tú tienes palabras de vida eterna» (Jn 6,68).
II. «¡NO ME LAVARÁS LOS PIES JAMÁS!»
A partir de aquel momento los notables judíos decidieron buscar una ocasión para acabar con Jesús. Por un lado, porque las multitudes seguían buscándole y admirándole; por otro, porque se habían dado cuenta de que el séquito de discípulos fieles se había reducido. Además, después de aquellos discursos sobre el pan de la vida, resultaba más fácil condenarle por blasfemo o hacerle pasar por loco.
También a partir de aquel momento Jesús añadió un detalle a los anuncios de su pasión y muerte: reveló que sería uno de ellos, uno de los Doce, el que le traicionaría. Una vez dijo incluso: «Uno de vosotros es un diablo» (Jn 6,70).
Los apóstoles se quedaron profundamente desconcertados, y no se atrevieron a hablar del tema entre ellos o con Jesús. Para Simón en particular esta frase había sido como un mazazo que le recordó el día en el que el Maestro le había llamado «Satanás». ¿Sería él el «diablo» que iba a entregar al Señor? ¡Nunca haría algo así, nunca! Se sorprendió entonces examinando a los demás, uno a uno, para desenmascarar al futuro culpable: así podría vigilarle para impedirle llevar a cabo la traición, aunque hubiese tenido que matarle con sus propias manos.
Sin embargo, estos pensamientos no le liberaban de la inquietud y del temor sutil de que pudiese ser él quien realizara ese crimen que aborrecía. De hecho, ¡cuántas veces había dicho o hecho lo que se había jurado a sí mismo evitar a toda costa!
Jesús no les ayudaba a descubrir quién era el traidor, porque siguió siendo amigo y hermano de cada uno como antes, e incluso parecía privilegiar y preferir a los que Pedro miraba con mayor sospecha.
Todo esto no favorecía la armonía entre ellos. En el pequeño grupo parecía circular ahora un espíritu malvado que transformaba cualquier problema mínimo de su convivencia en una ocasión para hacer saltar una agresividad disimulada que les envenenaba a todos. Era como si ya no se sintieran hermanos, sino rivales y competidores en la conquista del primer puesto de un poder que el Maestro asignaría quién sabe a quién. Y, sin embargo, si miraban a Jesús, no era ciertamente la imagen de un poder que emanaba de su persona, sino la de una debilidad y una impotencia que parecían tender hacia un punto extremo que sus ojos transparentaban.
Los Doce, sin confesárselo, empezaron a evitar su mirada, porque desenmascaraba una traición que se incubaba en cada uno de ellos.
Se acercaba la fiesta de Pascua. Desde que le seguían, los discípulos pasaban esa fiesta con el Rabí. También este año Jesús encargaría a dos de ellos que fueran a preparar todo lo necesario para la cena pascual. En efecto, se lo encargó a Pedro y a Juan, y les mandó a la ciudad, en donde un hombre que llevaba un cántaro les conduciría a una casa con una gran sala en la que podrían comer la Pascua.
Pedro estaba feliz por poder alejarse un poco del grupo de los Doce, y también de quedarse a solas con Juan. Este, habitualmente alegre, como es propio de la juventud, estaba taciturno. Pedro le miraba con el rabillo del ojo mientras caminaban veloces hacia la ciudad. De golpe se dio cuenta de todo lo que había cambiado Juan. Tres años antes, cuando pescaban juntos, era un chaval. Ahora le parecía un adulto, con una madurez que se traslucía, más que en su físico, en su expresión, parecida a la de Jesús.
Juan sorprendió la mirada de Simón sobre él y le respondió con una sonrisa melancólica. Entonces Pedro se dio cuenta de que la semejanza entre el joven y Jesús se hallaba por entero en la profundidad luminosa de la mirada.
Llegaron a la ciudad. La agitación de la víspera de la Pascua era grande. Simón empezó a ponerse nervioso porque en el barullo de la muchedumbre no lograba ver al hombre con el cántaro. Juan estaba tranquilo. Se dirigió a Simón, que empezaba a murmurar, y le dijo en voz baja, pero con una extraña autoridad que hizo enrojecer a Simón: «Espera, estate tranquilo. ¡sabes que todo sucederá como nos ha dicho el Maestro!».
De hecho, poco después descubrieron al hombre del cántaro y no tuvieron más que constatar que todo estaba ya dispuesto y preparado.
Por la noche llegó Jesús junto a los otros diez.
Cada uno se colocó en su sitio en silencio. Pedro comprendió que el silencio que había acompañado al grupo durante todo el camino era como una proyección de la tristeza de Jesús, y se imponía de forma natural.
Todo estaba preparado para poder empezar con las oraciones rituales y la cena. Pero en cuanto todos estuvieron sentados en sus sitios, Jesús se levantó. No era el que presidía la mesa quien tenía que levantarse si faltaba algo, y los Doce se mostraron disponibles para hacer el servicio para el que se había levantado el Maestro.
Asombrados, le vieron quitarse la túnica, y todavía más maravillados le vieron ceñirse una toalla, tomar una jofaina, llenarla de agua y ponerse a recorrer la mesa para lavar los pies a cada uno de ellos, secándoselos con la toalla. Jesús lo hacía con una extraña concentración. Sus gestos eran lentos y calibrados. Mostraba gran atención en lavar los pies del polvo del camino, y con el mismo cuidado los secaba.
Los Doce le miraban casi petrificados, y luego se miraban entre ellos con nerviosismo. Ninguno sabía cómo reaccionar, cómo interpretar ese gesto. Le dejaban hacer porque no entendían. Cada uno esperaba de los demás una reacción, sin tener el valor para tomar la iniciativa.
Simón sentía la presión tácita de los demás concentrarse sobre él a medida que Jesús se le acercaba. Sabían que Pedro reaccionaba siempre, y aquella noche cualquier reacción de Simón, aunque fuera inoportuna, les liberaría, como una tormenta de verano, de la atmósfera pesada de su silencio cohibido.
Jesús estaba ya de rodillas a los pies de Pedro y se disponía a meterle un pie en la jofaina. Simón solo pudo expresar su rechazo con una contracción instintiva del cuerpo que enseguida percibió como ridícula e infantil, y consecuentemente, también la expresión de su voz le pareció la de un niño caprichoso: «¡No me lavarás los pies jamás!» (Jn 13,8).
Pedro esperaba de Jesús una respuesta encendida; tal vez la deseaba, porque el Señor siempre le había amado con correcciones severas. Pero el rostro del Maestro, de rodillas ante sus pies, manifestaba la expresión de calma y de tristeza que había tenido desde el comienzo de la cena pascual. La dulzura extrema de Jesús acentuó el contraste con la actitud brusca de Simón. «Lo que yo hago, tú no lo entiendes ahora, pero lo comprenderás más tarde. Si no te lavo, no tienes parte conmigo» (Jn 13,7-8).
Pedro no estaba acostumbrado a dejarse tratar con delicadeza. La gente le quería porque tenía un gran carácter, y todos parecían adaptarse a su carácter mostrándole simpatía con sus mismos modos bruscos e impetuosos. El mismo Jesús, hasta ahora, le había tratado así. Pero aquella noche no. La mirada, las palabras del Maestro, y su posición de siervo, todo era como la brisa del profeta Elías, brisa que emanaba de una mansedumbre que parecía atraer a todos hacia un lugar misterioso y secreto, como el Sanctasanctórum del Templo de Jerusalén.
Pedro se dio cuenta de que nunca le había lavado los pies al Señor; nunca había pensado que habría debido hacerlo. Siempre había respetado las costumbres: eran los sirvientes y las mujeres los que llevaban a cabo esta tarea. Pedro nunca le había lavado los pies a nadie. Ahora era demasiado tarde. Comprendió que era demasiado tarde. El Maestro había deseado lavárselos, no al contrario. Jesús no necesitaba que Pedro le lavase los pies. Pedro sí. De repente se vio invadido por la misma sensación de inadecuación que había experimentado después de la pesca milagrosa, cuando había gritado: «Señor, apártate de mí, que soy un hombre pecador» (Lc 5,8). Pero entonces había visto la potencia del Rabí, había visto un milagro extraordinario. En cambio, ahora Jesús no era más que un siervo, como el último de los siervos. ¿Qué quería decir su mansedumbre, su humildad? Pedro se dio cuenta de que Jesús era así, de que Jesús era eso, de que a lo largo de los tres años que habían vivido juntos, Jesús no había sido sino esto: un siervo humilde a los pies de los hombres, a sus pies.
En esos tres años, Simón había fijado su atención en la potencia, la majestad, la gloria del Mesías, esa gloria que los milagros venían a confirmar puntualmente, haciendo que la deseara cada vez más, igual que el borracho desea el vino.
Pedro se había preguntado siempre por qué Jesús no sacaba más partido a sus poderes, por qué se escondía siempre después de los milagros; por qué les pedía siempre que no se los contasen a nadie, que no los divulgasen.
Pedro no comprendía el porqué, pero intuía, con una sombra de terror, que Jesús era esto. Se sintió como suspendido al borde de un abismo. Hasta entonces creía que se dirigía a un destino de poder y de victoria; para él seguir a Jesús era como subir a una montaña: sabía que, antes o después, llegaría a la cima. La experiencia luminosa sobre el monte había confirmado esta sensación de euforia. De golpe, Pedro intuyó que el destino que Jesús le ofrecía no era una meta de gloria, sino un abismo de amor humilde cuyo fondo no podía ver. Sintió entonces un enorme deseo de lanzarse a él con toda su persona: «Señor, no solo los pies, sino también las manos y la cabeza» (Jn 13,9).
No entendió lo que le respondió, pero le parecía realmente que se sumergía en Él, sucio y cansado como sus pies; que se sumergía en ese océano misterioso, cuya extensión y profundidad se transparentaba en la mirada triste de Jesús.
PREGUNTAS:
1. Sabemos que Jesús nunca sintió cansancio por los pobres, sino por los que cerraban su alma al Evangelio y a su amor. El Papa Francisco insiste en que “Dios no se cansa de perdonar, pero nosotros, a veces, nos cansamos de pedir perdón”. Cuando te sientes pobre, herido, y/o pecador… ¿cómo vives tu relación con Dios? ¿Cómo vives la relación contigo mismo?
2. ¿Qué faltas de amor a la Eucaristía son las que más te duelen? ¿Cómo reparas con tu amor esas faltas de amor?
3. El anuncio de la cercana traición hizo que los discípulos comenzaran a mirarse unos a otros con sospecha, lo que enrarecía cada vez más la relación entre ellos. ¿Cómo solemos cuidar la mirada del corazón hacia los demás?
4. A diferencia de Pedro, probablemente nosotros sí nos habríamos dejado lavar los pies por Jesús, pero, ¿somos capaces de ‘soltar’ nuestras ideas, nuestros planteamientos de cómo deben ser las cosas… para dejarnos sorprender por el Señor? ¿Cómo reaccionas cuando las cosas no salen como esperas, cuando no entiendes lo que hace el Señor?