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I. «LOS DOS CORRÍAN JUNTOS»

Era la aurora del primer día de la semana. Para Pedro fue el primer despertar después del que se
había producido ante las palabras de Jesús en el huerto de Getsemaní. Desde aquella noche, Simón no
había conseguido dormir de verdad. Tampoco lo había hecho realmente en aquellas últimas horas: su
cuerpo había cedido al agotamiento del espíritu. Desde hacía dos días, después de la negación en el
patio del sumo sacerdote, después del canto del gallo, había permanecido solo, solo como nunca lo
había estado antes. Ahora se daba cuenta de cómo daba Jesús consistencia a su vida. Sin Él su vida
no moría -habría supuesto un alivio-, sino que era como una mirada fija sobre su propia nada. Se
había convertido en testigo de su propia nada. No era más que la conciencia amarga de no tener ya
consistencia ni ser. No era sino esta conciencia; estaba condenado a no ser más que esto,
eternamente, porque la nada no puede cambiar por sí misma y no puede apagar la conciencia de sí.
Por eso no conseguía dormir, y tampoco podía estar despierto, porque estar despierto implica una
relación con la realidad, y para Pedro ya no existía realidad ahora que Jesús ya no estaba. No
estaba porque él le había negado, había negado su vínculo con Él: un vínculo que, como para el niño
en el seno de su madre, le permitía existir.
Privado de existencia, Pedro ya ni siquiera sentía miedo. De hecho, el miedo implica que alguien
pueda sentirse amenazado. Pero en él ya no había nada, y por tanto nada que pudiese temer una
amenaza.

Por eso no tuvo miedo, la noche del viernes, después de haber vagado todo el día sin meta, de
volver a la casa en donde habían compartido la última cena con el Maestro. En el fondo no lo
decidió: por inercia, por costumbre, la caída de la tarde le llevó a la ciudad, y las calles de la
ciudad le condujeron a esa casa en donde no buscaba nada en especial, ni esperaba encontrar a nadie
conocido. ¿Podía acaso encontrar todavía un rostro conocido, podía encontrar a alguien, ahora que
no volvería a encontrarse con el Señor Jesús?
Durante todo aquel día el mundo no había existido para él. Hacia mediodía sobrevino una oscura
tiniebla; se produjo un terremoto algunas horas más tarde, pero si nada es real, ¿qué pueden
significar esas perturbaciones?
Llamó a la puerta, una sirvienta le abrió, le reconoció y le miró con el rostro de quien ha llorado
mucho. Pedro no dijo nada. ¿Por qué una simple sirvienta que abre una puerta hacía tanto daño a su
conciencia?
Subió al piso de arriba. Vio en una esquina de la gran sala, que estaba tal como la habían dejado
-miró durante un instante el cáliz vacío-, un pequeño grupo de personas conocidas: los propietarios
de la casa, algunas mujeres de su grupo, Juan -aquí estaba por fin, ¿dónde se habría metido este
cobarde?- y, en el centro del grupo, como un corazón, toda pequeña, envuelta en su manto, la madre
de Jesús.
María vio a Pedro y se dirigió hacia él, dejando a los demás sentados en la esquina de la sala.
Pedro no se atrevió a mirarla a la cara. Ella puso su mano en su brazo y lo estrechó débilmente.
«Pedro… estás aquí…», dijo sin expresión, con una voz saturada de sufrimiento. «Ven a sentarte,
estás cansado». Pero Pedro no la siguió hasta donde estaba el grupo. Se sentó en la esquina
contraria y hundió la cabeza entre las rodillas. Por un instante, la voz de María le había devuelto
la conciencia de existir, pero dentro de una existencia en la que sentía más acentuada aún la
ausencia de Jesús y su propia nada.
Juan y las mujeres le miraron. Juan se levantó para ir hacia él, pero María le retuvo, y se sentó
de nuevo junto a ella, en el silencio roto solo por los sollozos de María de Magdala.
Pedro nunca supo decir qué había sucedido en esos dos días. ¿Cómo puede haber memoria donde no
existe el tiempo? ¿Cómo puede existir el tiempo si ya no hay relación? ¿Y cómo puede haber relación
si no está el otro que te dice «tú»?

La mañana del primer día de la semana, Simón se despertó a causa del leve ruido de las tres mujeres
que salían de la casa con vasijas de aceites aromáticos con dirección al sepulcro -así hablaban
entre ellas- para ungir el cuerpo de Jesús. Estaba todavía oscuro y Pedro cerró de nuevo los ojos,
pero se sorprendió al darse cuenta de que no estaba durmiendo.
¿Ir al sepulcro? ¿Qué sepulcro? Pedro se dio cuenta de que no había pensado que, si Jesús había
muerto, su cuerpo tenía que estar en alguna parte.
Su cuerpo. ¿Había todavía algo que testimoniase que el Maestro había sido una realidad?
¿Había por tanto algo suyo que se pudiese tocar todavía? Tenía envidia de las mujeres, que pronto
podrían tocar el precioso cuerpo del Señor, volver a ver su rostro, aunque inanimado, y tocar sus
manos. Pero,
¿cómo podrían rodar la piedra que cerraba la entrada del sepulcro? Necesitaban la ayuda de un
hombre incluso para levantar el cadáver. «Tendría que haber ido con ellas -se decía Pedro-, ¿por
qué no me lo han pedido? ¿Y por qué no se ha ido Juan con ellas? Y María, ¿cómo es que no muestra
interés por esos cuidados que van a dispensar al cuerpo de su Hijo?».
Entonces tomó una decisión. La primera en dos días. ¿Poseía entonces todavía alguna voluntad? Se
levantó, se preparó para partir hacia la tumba de Jesús. Pero en la puerta se dio cuenta
repentinamente de que no sabía dónde le habían enterrado. Dudó un instante. Se giró hacia Juan y
María, que rezaban juntos, sentados junto a la mesa en donde Jesús había partido el pan. «¿Dónde
está la tumba de Jesús?», dijo, y se sorprendió al escuchar su propia voz. María y Juan
interrumpieron el murmullo de sus oraciones y le miraron asombrados. Juan dijo, triste: «Está en el
huerto cercano al Calvario en donde fue crucificado».
¡Crucificado! Esta palabra traspasó a Pedro como una flecha en pleno pecho. Se acercó a los dos
como si por fin los reconociese. Repitió en voz baja: «¿Crucificado? ¿Le visteis?». María escondió
su rostro en las manos pálidas. Juan hizo un débil gesto afirmativo, y sus ojos húmedos miraron a
Pedro con dolor.

«¿Sufrió… sufrió mucho?». Entonces vio a la Madre de Jesús llevarse las manos al pecho, una con
el puño cerrado, la otra la apretaba contra el corazón, como para detener una hemorragia. Y, sin
embargo, antes de que Juan pudiese responder, María levantó hacia Pedro los ojos hundidos por el
dolor, profundos y puros como su mar de Galilea, y dijo, con voz débil pero resuelta: «Pedro,
¡recuerda que dijo que resucitaría!». Simón y Juan bajaron sus ojos incrédulos para que María no
los viera.
«Voy al sepulcro», dijo de nuevo Pedro, y se dirigía ya hacia la puerta cuando unos pasos
apresurados resonaron por la escalera de madera. La puerta se abrió de golpe ante una María de
Magdala que gritó, con la voz rota por la falta de aliento: «¡Se han llevado del sepulcro al Señor
y no sabemos dónde lo han puesto!» (Jn 20, 2).
Juan vio resplandecer una luz en los ojos de María y creyó leer en ellos un «¡Id a ver!». Se
levantó y salió, seguido de Simón.
Corrieron sin pensar en el cansancio acumulado en esos tres días. Pedro seguía a Juan, que corría
más rápido y conocía la dirección. Se acordó de su huida después de los hechos de Getsemaní, de
cuando volvieron juntos a la ciudad. Pero ahora, ¿por qué corrían? ¿Corrían hacia una tumba de la
que habían sustraído el cuerpo de Jesús, el último hilo de realidad física que habría podido
ligarles, al menos, a un recuerdo de su amistad con el Maestro?
Pedro corrió más aprisa para expulsar estos pensamientos. Entonces, ¿por qué la espera de su
corazón estaba llena de fervor?
Cuando llegó sin aliento al huerto, vio a Juan que se inclinaba hacia la apertura del sepulcro,
tratando de escrutar el interior para adivinar algo, a pesar de la oscuridad en la que estaba
sumido. Juan dejó que Pedro entrara primero. «¿Por qué? ¿Acaso tiene miedo?», se preguntó Simón.
Pero, por la mirada que se intercambiaron, comprendió que Juan le devolvía esa primacía que él
había traicionado durante tres días.
Una vez dentro del sepulcro, Pedro esperó a que sus ojos se habituasen a la penumbra. Su corazón
latía fuertemente. No se atrevía a tender la mano para tocar. Temía que la esperanza inconfesada
que habitaba en él chocase con un frío cadáver. Lentamente sus ojos empezaron a vislumbrar el
blanco de una sábana, larga como un hombre, posada sobre la piedra. Estaba vacía. No había ningún
cuerpo. La tumba estaba vacía. Juan miraba por encima de su hombro. Pedro se volvió hacia él, y su
mirada interrogativa se encontró con el rostro de un niño maravillado, sin aliento, sorprendido por
una alegría que desbordaba las posibilidades de expresión de los ojos, de la voz, de los gestos. Pedro empezó a
decirle: «¿Crees que…?». Pero comprendió que Juan no habría podido expresar con palabras lo que
expresaba con todo su ser.
Salieron poseídos ambos de un deseo irrefrenable de ir a informar a la madre de Jesús. Pero,
¿informarle de qué? No lo sabían, y lo sabían. Pero en cuanto cruzaron la puerta de la sala,
leyeron en sus ojos que María ya lo sabía todo.

II. «SIMÓN, HIJO DE JUAN, ¿ME AMAS?» (Primera parte).

Durante cuarenta días vivieron con la euforia de esperar en cada instante y en cada circunstancia
poder encontrarse con el Señor Jesús, poder tocarle, poder escuchar su voz. Para ellos, el tiempo
había quedado despojado de toda medida, porque ya no había más referencia que las manifestaciones
del Resucitado, que eran más importantes que la salida y la puesta del sol, más reales que el día y
la noche, que el sueño y la vigilia, que el alimento y el trabajo. Eran más importantes y, sin
embargo, esas manifestaciones daban a cada cosa una intensidad que nunca habían experimentado. Todo
se convertía en tensión hacia su manifestación, todo esperaba a Jesús, cualquier situación de la
vida podía llegar a ser de golpe lugar y circunstancia que Él elegía para manifestarse. Se
encontraba con ellos en las salas cerradas y en los caminos del campo. A veces no le reconocían
enseguida: le confundían con un campesino o con un peregrino, con un desconocido cualquiera, y
luego, de repente, sus ojos se abrían y le reconocían, y era siempre una explosión de alegría para
su corazón.
Unas veces no decía nada, otras les explicaba durante un rato las Escrituras. No dejó tampoco de
hacerles reproches, porque al principio muchos dudaban de que hubiese resucitado de verdad, de que
fuese realmente Él quien se aparecía, Él en carne y hueso, y no solo un espíritu.
Ahora sabían que había resucitado de verdad. Ya no podían negar la evidencia, pero ninguno podía
prever sus manifestaciones: solo Él decidía cuándo y cómo manifestarse. De este modo educaba su
deseo, su espera, y también su atención. Ahora, cada peregrino con el que se cruzaban por el
camino… podía ser Él. Cada desconocido, cada pobre mendigo podía mostrar repentinamente el rostro
dulce del Señor. Cada instante, incluso el más banal, podía convertirse en el instante de su
presencia.
Jesús se aparecía cuando rezaban, pero también cuando trabajaban o se disponían a realizar las
tareas más banales de la vida cotidiana.
Todo esto confería a su vida una intensidad extraordinaria. También cambió la relación entre ellos.
Jesús se aparecía unas veces a todos juntos, otras a uno u otro. Entonces se contaban estos
encuentros, y estos testimonios llenaban a todos de alegría, porque lo que Jesús decía o daba a uno
era para todos.
Empezaron también a querer saberlo todo sobre sus sufrimientos y su muerte, porque Jesús les
explicaba las Escrituras demostrando que todo aquello había sido anunciado por los profetas y los
salmos. Recordaron también todas las palabras que les había dicho durante los años que habían
estado con Él. Escuchaban juntos el relato de Juan y de las mujeres que habían subido al Calvario.
Hacían que repitiesen mil veces todo lo que Jesús había padecido, las palabras que había
pronunciado, y el instante de su muerte.
El mismo Jesús les incitaba a esto, porque con frecuencia se aparecía mostrándoles las manos y los
pies, todavía perforados por los clavos, y la gran herida de su costado, la que Juan había visto
que le infligía un soldado romano con su lanza una vez muerto.
María callaba. Prefería dejar hablar a Juan o a las otras mujeres. Desde la mañana de la
resurrección irradiaba una alegría profundísima, pero era como si esta alegría no hubiese
sustituido el sufrimiento de su corazón. Para ella era como si alegría y dolor coincidiesen, como
si la vida resucitada de Jesús no hubiese borrado los signos de la muerte en cruz. María estaba en
medio de ellos como una llama silenciosa de amor, demasiado luminosa y demasiado ardiente como para
acercarse a ella sin temor, como cuando Moisés se acercó a la zarza ardiente. Y, sin embargo, la
madre de Jesús conservaba en medio de ellos una sencillez total, y seguía sirviéndoles humildemente
y estando atenta a cada uno. No se le escapaba nada de lo que encerraban sus corazones, ninguna de
sus alegrías o sufrimientos le eran indiferentes. E incluso cuando no intervenía, se percibía que
la llama de su oración acogía todo y depositaba todo en su confianza ilimitada en Cristo Señor.

Juan no la abandonaba nunca. Jesús les había confiado el uno al otro, y era como si no tuviesen
nada más que vivir que esta última voluntad del Señor crucificado. Pero también para los demás su
comunión se había convertido en una morada nueva en la que poder entrar siempre para reavivar la
llama del amor de Jesús. Era como si, entre María y Juan, estuviese siempre presente Jesús
resucitado, como si se manifestase siempre con sencillez.
Pedro les buscaba; necesitaba su presencia, su compañía. Necesitaba estar en silencio con ellos,
cerca de su misterio. María y Juan, por otro lado, no escondían su predilección por Pedro y le
demostraban un profundo respeto. Cada vez que había que tomar una decisión, pedían su consejo, y,
si había desacuerdo entre los discípulos y se les preguntaba su parecer, decían que estaban de
acuerdo con Pedro, que Pedro tenía que decidir, que Pedro tenía razón. Él experimentaba un cierto
malestar, porque no olvidaba su miseria, pero comprendía que lo hacían por amor a la voluntad del
Señor. Comprendía que él también tenía que obedecer al misterio que penetraba en él, aunque fuese
un sufrimiento tener que vivir esa vocación con la conciencia de no merecer ya nada y de ser el
último de todos.
El sufrimiento por haber negado a Jesús no le abandonaba. La resurrección le había llenado de una
alegría indescriptible, pero no había borrado su arrepentimiento. Lo había vuelto más agudo. Cada
vez que veía al Resucitado era como si la alegría entrase en su corazón a través de la herida de su
negación. Cada vez que veía su cuerpo todavía herido por los clavos y por la lanza, o cuando se
hablaba de sus sufrimientos, era como si Judas, los sacerdotes, los soldados romanos, todos los que
habían hecho daño a Jesús, se identificasen con él, solo con él. Él, y nadie más, había entregado a
Jesús; él había aceptado que fuese abandonado, maltratado, crucificado, había aceptado que muriese.
Jesús parecía no querer decir a Pedro nada en especial. Este habría querido hablar con el Señor de
la negación, habría preferido que Jesús le hiciese reproches, habría querido arrojarse a sus pies y
pedirle perdón y una severa penitencia. El Resucitado había regañado a todos por su incredulidad
ante el testimonio de las mujeres que decían que Él estaba vivo. Extrañamente, no les recriminaba
su vileza al huir, al abandonarle durante la Pasión. Y Pedro se decía a sí mismo que lo que había
hecho en el patio del sumo sacerdote era más grave que no haber creído enseguida en el testimonio
exaltado de algunas mujeres.

Sea como fuere, Pedro aceptaba esta alegría dolorosa. Tal vez era la penitencia que Jesús le
imponía para toda la vida. Se acostumbró incluso a pensar que el Señor, siendo justo, le retiraría
el primado que le había prometido un día en la orilla del lago. También por este motivo le creaba
cierto malestar la actitud de María y de Juan. Otros como Santiago, pariente de Jesús, le parecían
más apropiados para asumir la responsabilidad en el seno del grupo. Por otro lado, acariciaba esta
idea porque sentía que le bastaba poder amar a Jesús con sencillez, pobremente, a la sombra de su
presencia luminosa.
PREGUNTAS:
1. «Si estuviese vivo, eso lo cambiaría todo». Tal fue el comentario de un campesino, señalando al
crucifijo, cuando su esposa le aseguró que el cura del pueblo le decía que Jesús realmente había
resucitado. Podemos acostumbrarnos a estas expresiones, sin caer en la cuenta de la fuerza que
encierran. ¿Qué supone para ti que Jesús esté vivo y resucitado? ¿Cómo afecta a tu vida?
2. Como hemos visto en el tema, los Evangelios nos narran que Jesús se apareció a los discípulos en
las situaciones más variadas y dispares… El mismo Cristo nos invitó: «Estad alerta» (Mc 13, 33).
¿De qué manera avivas tu atención para reconocer su Presencia en tu vida y en la vida de la
Iglesia?
3. El alma de María fue traspasada por la espada de dolor, hasta el punto de que los Santos Padres
la consideran auténtica mártir. Sin embargo, el sufrimiento de ver morir a su Hijo no apagó en Ella
la fe ni la esperanza. ¿Qué situaciones de oscuridad sientes dentro de ti, en las que necesitas que
María ponga su mano y las lleve a Jesús para que te conforte?
4. El Papa Francisco afirmaba: «Todos somos pecadores, pero todos somos perdonados» (Audiencia
General, 6.IV.2016). Jesús llamó desde el principio a discípulos llenos de debilidades, pero Él se
mantiene fiel a su Palabra y a sus Promesas. Ante la debilidad de personas que ejercen el servicio
de autoridad en la Iglesia, en la sociedad, en tu familia…, ¿qué sentimientos surgen en ti? ¿Cómo
reaccionas?