El hombre caído, sí, pero redimido por Cristo.
Cuando nos enfrentamos a la realidad del hombre histórico, corremos el riesgo de caer en un cierto pesimismo: constatamos por todas partes el mal que parece haberse instalado en nuestro mundo no sólo como uno más sino como dueño del acontecer humano. Es como si fuera él quien dictara las pautas de comportamiento y nos abocara a una vida de lucha en donde a lo sumo, podemos aspirar a caer lo menos posible.
Pero si es verdad, y lo hemos experimentado todos a lo lago de nuestra vida, que todos hemos sufrido los embates de la concupiscencia y que muchas veces hemos sido vencidos por ella, no debemos de olvidar que este hombre histórico no es tan sólo un hombre caído, sino que también ha sido redimido. Cristo ha venido a ser parte de nuestra historia, o más aún, a redirigir nuestra historia para poder vivir con una esperanza renovada en la felicidad que buscamos. La Encarnación y la Redención son los dos ejes sobre los cuáles se vertebra nuestra fe. “La Encarnación, de forma figurada, traza ese eje vertical en el que Dios desciendo desde el cielo a nuestra humanidad, y la Redención el eje horizontal por lo que todo lo creado, todo lo que forma parte de este mundo, ha sido restaurado por Cristo y en Cristo. Y así, entre ese eje vertical y ese eje horizontal se forma esa cruz que es la que nos ha abierto las puertas de la eternidad.”1
La Redención ha venido a poner muchas cosas en su sitio. Quizás lo primero, es la “restauración” de la palabra Eros y de lo que es erótico. Solemos asociar la palabra “erótico” con lo “pornográfico”. Y esto es un error que nos desvela San Juan Pablo II. Si partimos de la definición de Platón de Eros, y que San Juan Pablo II retoma en la Teología del Cuerpo, quien nos dice que “Eros es el impulso del espíritu humano hacia todo lo que es bueno, bello y verdadero, entonces algo que se deriva de ello, no puede ser asociado de forma automática y siempre con aquello que denigra lo más sagrado. Y es aquí cuando San Juan Pablo II nos explica como ese Eros no es contrario al Ethos, sino que por el contrario se complementan:
“Es necesario encontrar en lo que es “erótico” el significado esponsal del cuerpo y la auténtica dignidad del don. Esta es la tarea del espíritu humano…Si no se asume esta tarea, la misma atracción de los sentidos y la pasión del cuerpo pueden quedarse en mera concupiscencia carente de valor ético, y el hombre, varón y hembra, no experimenta esa plenitud del “eros” que significa el impulso del espíritu humano hacia lo que es verdadero, bueno y bello, por la que también lo que es erótico se convierte en verdadero, bueno y bello. Es indispensable, por tanto, que el ethos se convierta en la forma constituida del eros”.2
Así pues, recobramos el significado pleno de lo que Dios ha querido “desde el principio”, es decir una fuerza que nos lanza en la dirección correcta hacia la Santidad. Porque esto aplica absolutamente a todos. Caemos en un error frecuente que es el de sexualizar la Teología del Cuerpo, por lo que dejaríamos automáticamente fuera a los que no sienten la vocación al matrimonio, o a los viudos, o a los solteros, separados y divorciados, incluso a las personas que tienen atracción por el mismo sexo. Tal y como nos dice San Juan Pablo II, el Eros es un impulso hacia TODO lo que hace referencia a la belleza, a la bondad, a la verdad. Y eso es mucho más amplio que la relación íntima entre un varón y una mujer que se han prometido en matrimonio, porque, en definitiva, Dios es el único que es la Belleza absoluta, la Bondad perfecta y la Verdad sin paliativos.
La redención del hombre pasa necesariamente por la redención del cuerpo. Algunos historiadores y teólogos han afirmado que la redención por medio de la cruz era la forma querida por Dios para redimir la desnudez vergonzosa: Cristo fue crucificado desnudo, expuesto a la mirada de todos. Y en ese cuerpo brutalmente golpeado recobramos la dignidad que nunca debimos haber perdido, aquella que nos recordaba el génesis, la desnudez sin vergüenza. De hecho, muchos artistas tuvieron la osadía de representar a Cristo desnudo en la cruz, y el mismo Miguel Ángel esculpió dos esculturas de Cristo resucitados desnudos, que lejos de significar una falta de respeto nos invitan a mirar con una mirada pura y ajena a cualquier insinuación de lujuria. San Juan Pablo II mismo nos dice en su carta a los artistas que “la actividad de los artistas cuando sus obras son capaces de reflejar de algún modo la infinita belleza de Dios y de dirigir el pensamiento de los hombres hacia Él”3, y reconocía paseando por las termas Romanas entre esas estatuas desnudas que pasó mucho tiempo entendiendo el significado de esto en el arte. Aquí cada uno debe hacer su camino. Pero sin duda la Teología del Cuerpo nos ayuda por una parte a entender el pudor como una respuesta necesaria a la mirada indiscreta y a la vergüenza, y por otro a anhelar recobrar esa inocencia que nos permita ver al otro tal y como Dios lo ha creado.
Unido a lo dicho anteriormente, liberamos al corazón de la sospecha a la que había sido sometido. Cristo apela al corazón del hombre, porque el corazón nos habla de los anhelos. Y esos anhelos han sido puesto ahí por Dios. Por ello San Juan Pablo II nos habla de la necesidad de recobrar esa pureza del corazón. Nos referimos a la virtud de la castidad.
Es fundamental el volver a dar a esta palabra el significado que realmente tiene. Muy a menudo asociamos la palabra castidad con lo que no se debe de hacer. Y eso es un error desafortunado y que en muchos casos ha llevado a los creyentes a pensar en una Iglesia anticuada. La castidad es la virtud que regula el instinto sexual, y todos sin excepción debemos de vivirla. Recordemos lo que dice el catecismo de la Iglesia Católica:
“La castidad significa la integración lograda de la sexualidad en la persona, y por ello en la unidad interior del hombre en su ser corporal y espiritual. La sexualidad, en la que se expresa la pertenencia del hombre al mundo corporal y biológico, se hace personal y verdaderamente humana cuando está integrada en la relación de persona a persona, en el don mutuo total y temporalmente ilimitado del hombre y de la mujer. La virtud de la castidad, por tanto, entraña la integridad de la persona y la totalidad del don.”4
Estas palabras a la vez profundas y claras nos darían mucho de lo que hablar y en lo que reflexionar. Recordemos que, como virtud, la castidad es algo que cuesta, algo que necesitamos porque reconocemos que es buena, pero no exenta de dificultadas. Esa “integración lograda” nos habla de una lucha, de algo que no se da sin más. Y en nuestros días tenemos que reconocer con tristeza que no existe una cultura de la castidad. Bien por el contrario, lo que vemos por doquier es una exaltación del hedonismo en donde el autodominio no tiene cabida y en donde la virginidad ha perdido su atractivo y su actualidad. Somos nosotros, los que nos sabemos hijos de Dios los que debemos de esforzarnos por crear esa cultura de la castidad que nos hace totalmente libres para amar. Nuevamente citando el catecismo, la castidad “implica un aprendizaje del dominio de sí, que es una pedagogía de la libertad humana”,5 por lo que nunca podemos decir que es una virtud adquirida de una vez para siempre: la castidad es una obra que dura toda la vida6 y es promesa de inmortalidad7.
1 Gil FERNÁNDEZ R, “Luminarium”, Art Graph, Ciudad de México 2013, 1ª Edición
2 SAN JUAN PABLO II, “Hombre y mujer los creó”, Ediciones Cristiandad, Madrid 2010, 2ª Edición, 48, 1
3 San Juan Pablo II, Carta a los artistas, 4 de abril de 1999, # 11
4 Catecismo de la Iglesia Católica # 2337
5 Idem # 2339
6 Idem # 2342
7 Idem # 2347
Cuestiones para reflexionar.
1) ¿Qué es lo que es más habitual en mi actitud de cada día: la pesadumbre de experimentar mi miseria y debilidad ante las tentaciones o la alegría de saberme redimido por un Dios que es todo Amor? ¿El temor a la justicia o la confianza en la misericordia del Padre?
2) ¿Cómo experimento el Eros redimido en mi vida? ¿Lo asocio a aspectos que, sin dejar de ser verdad como puede ser lo explícito de la vida conyugal, limitan su verdadero significado? ¿Qué es lo que en mí produce un mayor gozo? ¿Sé ponerlo a la altura de lo que Dios espera? ¿Sé reconocer en ello mi anhelo de felicidad?
3) ¿De alguna forma he sido condescendiente con un mundo que exhibe el cuerpo desnudo no en su belleza sino como objeto a ser usado? ¿Entiendo la necesidad del pudor y los riegos de caer en el puritanismo? Cuándo se insinúan en mi mente esos pensamientos que me incitan a no ver al otro como hermano en Cristo e hijo del mismo Padre, ¿soy capaz de transformar esta tendencia en una oración liberadora?
4) ¿Vivo el gozo de la castidad bien entendida? ¿O todavía cargo un yugo pesado que se limita a constatar la prohibición del placer y a crear en mi un dualismo entre mi cuerpo y mi alma?