sábado, febrero 3rd, 2024
Publicado por congregacion
Hemos repasado con cierta rapidez lo que San Juan Pablo II llama el “hombre originario”, centrándonos en el hecho de la creación del varón y la mujer como seres sexuados a imagen y semejanza de Dios. Comprender y asimilar los significados del cuerpo y las experiencias originarias, es algo fundamental que nos ayudará a entender el por qué de los mandamientos: no son reglas que nos impiden ser libres, sino que más bien son las normas que nos recuerdan lo que tenemos que hacer para vivir en libertad. Esa es nuestra historia. Y es precisamente desde nuestra historia que podemos reconstruir de alguna forma esa prehistoria de la que venimos: la armonía en la que vivía toda la Creación antes del pecado original.
Pero ahora nos toca adentrarnos en la segunda parte del tríptico antropológico, lo que San Juan Pablo II llama el “hombre histórico”. Esta parte de las catequesis es la más extensa de todas: cuenta con 40 audiencias las cuales fueron predicadas desde el 16 de abril de 1980 hasta el 6 de mayo de 1981. Curiosamente, una semana después, el 13 de mayo, cuando el Papa iba a anunciar la creación del Instituto para la familia, tuvo lugar el fallido atentado que casi le cuesta la vida. ¿Coincidencias? Cada uno que lo interprete como quiera. Lo que sí es un hecho es que gran parte de la Teología del Cuerpo se centra en unas enseñanzas que defienden en su raíz los fundamentos de la familia, porque esta se forma con un varón y una mujer que desean vivir en comunión a imagen de la Santísima Trinidad.
Las reflexiones de este ciclo apelan directamente a nuestra vida. A la pregunta sobre mi origen (¿De dónde vengo?) le sigue la pregunta sobre el momento histórico en el que nos encontramos (¿Dónde estoy?). Y puesto que podemos constatar sin mucha dificultad nuestra limitación, nuestras vidas rotas, en definitiva, nuestro pecado, tomamos conciencia de que la felicidad que anhelamos, lo que Dios ha puesto desde toda la eternidad en lo más profundo del corazón, no podemos realizarlo en un mundo donde la injusticia, la violencia, la desigualdad, el vicio, la miseria y tantos otros males se han instalado. Y esto tiene su razón de ser: el hombre al querer ser como Dios y querer decidir lo que está bien y lo que está mal, a dado a las cosas creadas el papel de tener que saciar lo insaciable: nada caduco y limitado será capaz de llenar un deseo infinito de felicidad. Y Juan Pablo II nos ayuda a hacer este camino reconociendo que, a pesar de las muchas bondades del matrimonio y de lo maravilloso del amor humano, nunca podrá satisfacer plenamente nuestros anhelos. Mi esposa/o y mis hijos son un regalo, compañeros de viaje excepcionales en un camino que nos lleva a todos al mismo lugar. Pero vivir con la conciencia de que no me pueden saciar, otorga una libertad que me permite amarlos aún más y mejor. Esto es una paradoja. Y el evangelio está lleno de paradojas: morir para vivir, llorar para reír, tener hambre para ser saciado…
Como en cada uno de estos ciclos, la enseñanza comienza con una reflexión del Santo Padre sobre un pasaje del Evangelio. El pasaje elegido en esta ocasión forma parte del sermón de la montaña, el cual culmina con las Bienaventuranzas, lo que muchos han definido como los “mandamientos de los cristianos”. El pasaje en cuestión es este:
“Habéis oído que se dijo: “No cometerás adulterio”. Pero yo os digo: todo el que mira a una mujer deseándola, ya ha cometido adulterio con ella en su corazón.”1
Una vez más, el diálogo tiene como “protagonista” el matrimonio: Si en el hombre originario las reflexiones comenzaban a raíz de la discusión sobre el divorcio, ahora nos referimos al adulterio. Ambas cosas son elementos que fracturan el matrimonio, que es el sacramento primordial, tal y como nos dice San Juan Pablo II porque consta como voluntad divina en orden a la misión específica del hombre y de la mujer desde el principio.
Jesucristo, en este pasaje, da un paso más allá de lo que la ley mosaica prescribía: faltar a la ley era algo que se podía visibilizar, o, dicho de otra forma, tenía que ser visible a los ojos de los demás. Por eso el adulterio era un hecho comprobable que demostraba que no se vivía de acuerdo con lo que Moisés había prescrito. Pero Cristo pone la mirada en el corazón del hombre, porque es ahí donde surgen “los pensamientos perversos, homicidios, adulterios, fornicaciones, robos, difamaciones, blasfemias.” Y es precisamente el corazón del hombre el que en un inicio ha sido corrompido. Si recordamos Gen 3, es patente como este relato subjetivo y psicológico nos narra la entrada del pecado en el mundo: el hombre desea erigirse a sí mismo como juez de lo que esta bien y lo que está mal, quiere ser como Dios2. Y a partir de este momento, el corazón del hombre parece estar permanentemente “bajo sospecha”.
San Juan Pablo II nos introduce entonces en el tema de la concupiscencia. Es esta la “herencia” del pecado original, algo que, por un lado, ha roto la armonía de toda la creación, es decir el valor virginal originario3, y por otro nos inclina permanentemente a pecar. Recordemos sin embargo que la concupiscencia no es en sí misma un pecado, sino la tendencia a obrar aquello que nos aleja del amor de Dios. Y es por ello por lo que libramos día a día una batalla espiritual, porque el cuerpo no sometido al espíritu amenaza la unidad del hombre-persona.
Históricamente se ha hablado de la triple concupiscencia: concupiscencia de los ojos, concupiscencia de la carne y soberbia de la vida. Y esta realidad está encarnada en lo que San Juan Pablo II llama, tomando el término del filósofo francés Paul Ricoeur, los “maestros de la sospecha”: Marx, Nietzsche y Freud. Para los tres existen deseos ocultos en un corazón perverso que ha sido corrompido por la división de las clases, por la represión de los instintos y por las creencias religiosas. Marx encarna la concupiscencia de los ojos, el querer tener y apropiarse de las cosas y hacer de ellas el medio para alcanzar la felicidad en esta vida, porque según él, no hay otra. Freud centra la felicidad en acabar con la supuesta “represión” en la que vivimos todos los seres humanos cuando no damos rienda suelta a nuestros sentidos, al libertinaje, al placer por el placer. Es la concupiscencia de los ojos. Por último, Nietzsche encarna al hombre que quiere desterrar la idea de Dios. Es el hombre el que crea al super hombre que dominará todo porque lo puede todo: es la soberbia de la vida. Y ante esto, San Juan Pablo II nos invita a reconocer en nuestro corazón ese eco que nos llama a volver a la casa del Padre, a reconocernos como hijos pródigos que, sin importar lo que hayamos hecho o lo profundas de las heridas que nos hayan infringido, tenemos un lugar reservado en el cielo.
Podríamos resumir las catequesis de esta primera parte del hombre histórico de la siguiente forma:
1.- La concupiscencia es la ruptura de la alianza con Dios. Es en el fondo no confiar que Dios quiere lo mejor para nosotros y querer forjarnos un destino al margen de lo que Dios quiere dentro del orden de su creación.
2.- Existe un cambio radical del significado de la desnudez originaria. De hecho, ese es el momento que podemos identificar como la frontera del hombre originario y del hombre histórico. El hombre deja de percibirse en su desnudez como imagen y semejanza de Dios.
3.- El significado de la desnudez en las relaciones interpersonales hombre-mujer se transforma en un dominio del uno sobre el otro. Ya no existe esa comunión que nos refleja un Dios que es Padre-Hijo-Espíritu Santo y los dos hechos una sola carne no hacen referencia a un Dios Trinitario porque “si el hombre se relaciona con la mujer hasta el punto de considerarla sólo como un objeto del que apropiarse y no como don, al mismo tiempo se condena a sí mismo a hacerse también él, para ella, solamente objeto de apropiación y no don. Parece que las palabras del Génesis 3, 16, tratan de tal relación bilateral, aunque directamente sólo se diga: “él te dominará”. Por otra parte, en la apropiación unilateral (que indirectamente es bilateral) desaparece la estructura de la comunión entre las personas; ambos seres humanos se hacen casi incapaces de alcanzar la medida interior del corazón, orientada hacia la libertad del don y al significado nupcial del cuerpo, que le es intrínseco. Las palabras del Génesis 3, 16 parecen sugerir que esto sucede más bien a expensas de la mujer y que. en todo caso, ella lo siente más que el hombre.”4
4.- La triple concupiscencia atenta directamente contra el significado esponsal del cuerpo, porque niega la hermenéutica del don, la capacidad de dar y recibir desinteresadamente el amor. Nos dice San Juan Pablo II que “la concupiscencia hace que el cuerpo se convierta algo así como en “terreno” de apropiación de la otra persona. Como es fácil comprender, esto lleva consigo la pérdida del significado nupcial del cuerpo. Y junto con esto adquiere otro significado también la recíproca “pertenencia” de las personas, que uniéndose hasta ser “una sola carne” (Gen 2, 24), son a la vez llamadas a pertenecer una a la otra. La particular dimensión de la unión personal del hombre y de la mujer a través del amor se expresa en las palabras “mío… mía”.5
Volveremos más adelante con más consideraciones sobre este segundo ciclo de tríptico antropológico de la Teología del Cuerpo.
1) ¿Tengo conciencia de ser don y de estar hecho para la comunión? ¿Qué elementos en mi vida me dificultan esta tarea fundamental en las relaciones interpersonales?
2) ¿Cómo descubro en mi vida esa concupiscencia? ¿Soy capaz de poner nombre a esas tendencias más marcadas en mí, que me alejan de ser “Imago Dei”? ¿Soy sincero conmigo mismo y con los demás cuando se trata de ponerse en juego para favorecer la convivencia?
3) ¿Exijo a mi prójimo (hijos/esposo/esposa) algo que no me pueden dar? ¿He aprendido a vivir con la conciencia de que sólo Dios es capaz de colmar mis anhelos?
4) ¿Suelo justificarme cuando es evidente que algo de lo que he hecho atenta contra esa imagen de la Trinidad que tiene que ser mi familia? ¿Tengo que hacer un gran esfuerzo para callar los defectos ajenos o los echo en cara? ¿Debería Dios hacer lo mismo conmigo?
1 Mt 5, 27-28
2 “La serpiente replicó a la mujer: «No, no moriréis; es que Dios sabe que el día en que comáis de él, se os abrirán los ojos, y seréis como Dios en el conocimiento del bien y el mal». Entonces la mujer se dio cuenta de que el árbol era bueno de comer, atrayente a los ojos y deseable para lograr inteligencia; así que tomó de su fruto y comió. Luego se lo dio a su marido, que también comió. Se les abrieron los ojos a los dos y descubrieron que estaban desnudos; y entrelazaron hojas de higuera y se las ciñeron” (Gen 3, 4-7)
3 El valor virginal originario se refiere a la perfecta comunión y armonía que existía entre el hombre y Dios, entre el alma y el cuerpo, entre los hombres y entre el hombre y el resto de la creación.
4 San Juan Pablo II, Hombre y mujer los creó. Catequesis sobre el amor Humano 33, 5
5 San Juan Pablo II, Audiencia General del 30 de julio de 1980