REDEMPTORIS MATER (SAN JUAN PABLO II). EL SENTIDO DEL AÑO MARIANO – 8

jueves, febrero 1st, 2024



Publicado por congregacion

Precisamente el vínculo especial de la humanidad con esta Madre me ha movido a proclamar en la Iglesia, en el período que precede a la conclusión del segundo Milenio del nacimiento de Cristo, un Año Mariano. Una iniciativa similar tuvo lugar ya en el pasado, cuando Pío XII proclamó el 1954 como Año Mariano, con el fin de resaltar la santidad excepcional de la Madre de Cristo, expresada en los misterios de su Inmaculada Concepción (definida exactamente un siglo antes) y de su Asunción a los cielos.

Ahora, siguiendo la línea del Concilio Vaticano II, deseo poner de relieve la especial presencia de la Madre de Dios en el misterio de Cristo y de su Iglesia. Esta es, en efecto, una dimensión fundamental que brota de la mariología del Concilio, de cuya clausura nos separan ya más de veinte años. El Sínodo extraordinario de los Obispos, que se ha realizado el año 1985, ha exhortado a todos a seguir fielmente el magisterio y las indicaciones del Concilio. Se puede decir que en ellos —Concilio y Sínodo— está contenido lo que el mismo Espíritu Santo desea «decir a la Iglesia» en la presente fase de la historia.

En este contexto, el Año Mariano deberá promover también una nueva y profunda lectura de cuanto el Concilio ha dicho sobre la Bienaventurada Virgen María, Madre de Dios, en el misterio de Cristo y de la Iglesia, a la que se refieren las consideraciones de esta Encíclica. Se trata aquí no sólo de la doctrina de fe, sino también de la vida de fe y, por tanto, de la auténtica «espiritualidad mariana», considerada a la luz de la Tradición y, de modo especial, de la espiritualidad a la que nos exhorta el Concilio. Además, la espiritualidad mariana, a la par de la devoción correspondiente, encuentra una fuente riquísima en la experiencia histórica de las personas y de las diversas comunidades cristianas, que viven entre los distintos pueblos y naciones de la tierra. A este propósito, me es grato recordar, entre tantos testigos y maestros de la espiritualidad mariana, la figura de san Luis María Grignion de Montfort, el cual proponía a los cristianos la consagración a Cristo por manos de María, como medio eficaz para vivir fielmente el compromiso del bautismo. Observo complacido cómo en nuestros días no faltan tampoco nuevas manifestaciones de esta espiritualidad y devoción.

Este Año comenzará en la solemnidad de Pentecostés, el 7 de junio próximo. Se trata, pues, de recordar no sólo que María «ha precedido» la entrada de Cristo Señor en la historia de la humanidad, sino de subrayar, además, a la luz de María, que desde el cumplimiento del misterio de la Encarnación la historia de la humanidad ha entrado en la «plenitud de los tiempos» y que la Iglesia es el signo de esta plenitud. Como Pueblo de Dios, la Iglesia realiza su peregrinación hacia la eternidad mediante la fe, en medio de todos los pueblos y naciones, desde el día de Pentecostés. La Madre de Cristo, que estuvo presente en el comienzo del «tiempo de la Iglesia», cuando a la espera del Espíritu Santo rezaba asiduamente con los apóstoles y los discípulos de su Hijo, «precede» constantemente a la Iglesia en este camino suyo a través de la historia de la humanidad. María es también la que, precisamente como esclava del Señor, coopera sin cesar en la obra de la salvación llevada a cabo por Cristo, su Hijo.

Así, mediante este Año Mariano, la Iglesia es llamada no sólo a recordar todo lo que en su pasado testimonia la especial y materna cooperación de la Madre de Dios en la obra de la salvación en Cristo Señor, sino además a preparar, por su parte, cara al futuro las vías de esta cooperación, ya que el final del segundo Milenio cristiano abre como una nueva perspectiva.

Como ya ha sido recordado, también entre los hermanos separados muchos honran y celebran a la Madre del Señor, de modo especial los Orientales. Es una luz mariana proyectada sobre el ecumenismo. De modo particular, deseo recordar todavía que, durante el Año Mariano, se celebrará el Milenio del bautismo de San Vladimiro, Gran Príncipe de Kiev (a. 988), que dio comienzo al cristianismo en los territorios de la Rusia de entonces y, a continuación, en otros territorios de Europa Oriental; y que, por este camino, mediante la obra de evangelización, el cristianismo se extendió también más allá de Europa, hasta los territorios septentrionales del continente asiático. Por lo tanto, queremos, especialmente a lo largo de este Año, unirnos en plegaria con cuantos celebran el Milenio de este bautismo, ortodoxos y católicos, renovando y confirmando con el Concilio aquellos sentimientos de gozo y de consolación porque «los orientales… corren parejos con nosotros por su impulso fervoroso y ánimo en el culto de la Virgen Madre de Dios». Aunque experimentamos todavía los dolorosos efectos de la separación, acaecida algunas décadas más tarde (a. 1054), podemos decir que ante la Madre de Cristo nos sentimos verdaderos hermanos y hermanas en el ámbito de aquel pueblo mesiánico, llamado a ser una única familia de Dios en la tierra, como anunciaba ya al comienzo del Año Nuevo: «Deseamos confirmar esta herencia universal de todos los hijos y las hijas de la tierra».

Al anunciar el año de María, precisaba además que su clausura se realizará el año próximo en la solemnidad de la Asunción de la Santísima Virgen a los cielos, para resaltar así «la señal grandiosa en el cielo», de la que habla el Apocalipsis. De este modo queremos cumplir también la exhortación del Concilio, que mira a María como a un «signo de esperanza segura y de consuelo para el pueblo de Dios peregrinante». Esta exhortación la expresa el Concilio con las siguientes palabras: «Ofrezcan los fieles súplicas insistentes a la Madre de Dios y Madre de los hombres, para que ella, que estuvo presente en las primeras oraciones de la Iglesia, ahora también, ensalzada en el cielo sobre todos los bienaventurados y los ángeles, en la comunión de todos los santos, interceda ante su Hijo, para que las familias de todos los pueblos, tanto los que se honran con el nombre cristiano como los que aún ignoran al Salvador, sean felizmente congregados con paz y concordia en un solo Pueblo de Dios, para gloria de la Santísima e individua Trinidad».

CONCLUSIÓN

 Al final de la cotidiana liturgia de las Horas se eleva, entre otras, esta invocación de la Iglesia a María: «Salve, Madre soberana del Redentor, puerta del cielo siempre abierta, estrella del mar; socorre al pueblo que sucumbe y lucha por levantarse, tú que para asombro de la naturaleza has dado el ser humano a tu Creador».

«Para asombro de la naturaleza». Estas palabras de la antífona expresan aquel asombro de la fe, que acompaña el misterio de la maternidad divina de María. Lo acompaña, en cierto sentido, en el corazón de todo lo creado y, directamente, en el corazón de todo el Pueblo de Dios, en el corazón de la Iglesia. Cuán admirablemente lejos ha ido Dios, creador y señor de todas las cosas, en la «revelación de sí mismo» al hombre. Cuán claramente ha superado todos los espacios de la infinita «distancia» que separa al creador de la criatura. Si en sí mismo permanece inefable e inescrutable, más aún es inefable e inescrutable en la realidad de la Encarnación del Verbo, que se hizo hombre por medio de la Virgen de Nazaret.

Si Él ha querido llamar eternamente al hombre a participar de la naturaleza divina (cf. 2 P 1, 4), se puede afirmar que ha predispuesto la «divinización» del hombre según su condición histórica, de suerte que, después del pecado, está dispuesto a restablecer con gran precio el designio eterno de su amor mediante la «humanización» del Hijo, consubstancial a Él. Todo lo creado y, más directamente, el hombre no puede menos de quedar asombrado ante este don, del que ha llegado a ser partícipe en el Espíritu Santo: «Porque tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único» (Jn 3, 16).

En el centro de este misterio, en lo más vivo de este asombro de la fe, se halla María, Madre soberana del Redentor, que ha sido la primera en experimentar: «tú que para asombro de la naturaleza has dado el ser humano a tu Creador».

En las palabras de esta antífona litúrgica se expresa también la verdad del «gran cambio», que se ha verificado en el hombre mediante el misterio de la Encarnación. Es un cambio que pertenece a toda su historia, desde aquel comienzo que se ha revelado en los primeros capítulos del Génesis hasta el término último, en la perspectiva del fin del mundo, del que Jesús no nos ha revelado «ni el día ni la hora» (Mt 25, 13). Es un cambio incesante y continuo entre el caer y el levantarse, entre el hombre del pecado y el hombre de la gracia y de la justicia. La liturgia, especialmente en Adviento, se coloca en el centro neurálgico de este cambio, y toca su incesante «hoy y ahora», mientras exclama: «Socorre al pueblo que sucumbe y lucha por levantarse».

Estas palabras se refieren a todo hombre, a las comunidades, a las naciones y a los pueblos, a las generaciones y a las épocas de la historia humana, a nuestros días, a estos años del Milenio que está por concluir: «Socorre, si, socorre al pueblo que sucumbe».

Esta es la invocación dirigida a María, «santa Madre del Redentor», es la invocación dirigida a Cristo, que por medio de María ha entrado en la historia de la humanidad. Año tras año, la antífona se eleva a María, evocando el momento en el que se ha realizado este esencial cambio histórico, que perdura irreversiblemente: el cambio entre el «caer» y el «levantarse».

La humanidad ha hecho admirables descubrimientos y ha alcanzado resultados prodigiosos en el campo de la ciencia y de la técnica, ha llevado a cabo grandes obras en la vía del progreso y de la civilización, y en épocas recientes se diría que ha conseguido acelerar el curso de la historia. Pero el cambio fundamental, cambio que se puede definir «original», acompaña siempre el camino del hombre y, a través de los diversos acontecimientos históricos, acompaña a todos y a cada uno. Es el cambio entre el «caer» y el «levantarse», entre la muerte y la vida. Es también un constante desafío a las conciencias humanas, un desafío a toda la conciencia histórica del hombre: el desafío a seguir la vía del «no caer» en los modos siempre antiguos y siempre nuevos, y del «levantarse», si ha caído.

Mientras con toda la humanidad se acerca al confín de los dos Milenios, la Iglesia, por su parte, con toda la comunidad de los creyentes y en unión con todo hombre de buena voluntad, recoge el gran desafío contenido en las palabras de la antífona sobre el «pueblo que sucumbe y lucha por levantarse» y se dirige conjuntamente al Redentor y a su Madre con la invocación «Socorre». En efecto, la Iglesia ve —y lo confirma esta plegaria— a la Bienaventurada Madre de Dios en el misterio salvífico de Cristo y en su propio misterio; la ve profundamente arraigada en la historia de la humanidad, en la eterna vocación del hombre según el designio providencial que Dios ha predispuesto eternamente para él; la ve maternalmente presente y partícipe en los múltiples y complejos problemas que acompañan hoy la vida de los individuos, de las familias y de las naciones; la ve socorriendo al pueblo cristiano en la lucha incesante entre el bien y el mal, para que «no caiga» o, si cae, «se levante».

Deseo fervientemente que las reflexiones contenidas en esta Encíclica ayuden también a la renovación de esta visión en el corazón de todos los creyentes.

Juan Pablo II, pp.

Apéndice: Qué es la consagración Mariana (no pertenece a la Encíclica) 

Es la total consagración a Jesús a través de la Santísima Virgen María. Consiste en un acto libre y voluntario donde ofreces toda tu persona y tu vida, y te entregas todo entero, en cuerpo y alma, a la Madre de Jesús y Madre nuestra para que, a través de ella, el Espíritu Santo nos transforme conforme a la imagen de Jesús.

Cuando Jesús miró por última vez a su Madre antes de morir le dijo: «Mujer aquí tienes a tu hijo. Aquí tienes a tu Madre» (Jn 19, 26-27) ¿Qué quiso decirle Jesús a María? Fórmalos como me formaste a mí. Nos la dejó como madre espiritual. ¿Qué quiso decirle a Juan? (y él nos representaba a todos nosotros) Descansa en su regazo, confíate a sus manos maternales: Ella te va a santificar por el poder Espíritu Santo, Ella se encargará de modelarte y transformarte conforme a mi imagen.

Por eso, cuando María nos ve a cada uno de nosotros, sus hijos, nos mira con amor, anhelando el momento en que libremente le digamos: Madre, soy todo tuyo, te pertenezco, fórmame como lo hiciste con Jesús, protégeme del Maligno, llévame al Paraíso.

Soy todo tuyo, María (Oración de consagración mariana de san Juan Pablo II, fragmento).

Se puede rezar juntos como equipo, en familia o individualmente. 

Virgen María, Madre mía.

Me consagro a ti y confío en tus manos toda mi existencia.

Acepta mi pasado con todo lo que fue.

Acepta mi presente con todo lo que es.

Acepta mi futuro con todo lo que será.

 

Con esta total consagración, te confío cuanto tengo y cuanto soy,

todo lo que he recibido de Dios.

 

Te confío mi inteligencia,

Mi voluntad, mi corazón.

Custodia mi vida y todos mis actos para que le sea más fiel al Señor,

y con tu ayuda alcance la salvación.

Te confío mi capacidad y deseo de amar,

Enséñame y ayúdame a amar como Tú has amado

y como Jesús quiere que se ame.

 

Dispón de mí y de todo lo que me pertenece,

para que camine siempre junto al Señor

bajo tu mirada de Madre.

 

¡Oh María!

Soy todo tuyo

y todo lo que poseo te pertenece

Ahora y siempre.

AMEN

 

 

Preguntas: 

1.-¿Cómo vives tu devoción mariana? ¿Cómo cuidas tu relación con la Madre del Señor en tu vida cotidiana?

2.-«Para asombro de la naturaleza…». Uno de los mayores peligros es «acostumbrarse» al misterio, perder la capacidad de asombro, que es la que nos lleva a dar gracias. Decir que «Dios se hizo hombre» es algo ‘escandaloso’, pues «hay más distancia del Cielo al suelo… que del suelo a la Cruz». Es el misterio que María llevó en sus entrañas, que acunó en sus brazos, y que cada día se nos entrega en la Eucaristía. Ya que el misterio toca también tu carne, ¿el asombro forma parte de tu oración? ¿te admiras de los misterios de Dios, al modo cómo se admiró María?

3.-Una consagración total como la de Juan Pablo II solo puede realizarse de corazón desde la confianza, desde la seguridad serena de que María protege y cuida tu Ese fue el encargo que le dio Jesús en la cruz: cuidarte. ¿Te dejas? ¿Sientes a la Virgen como Madre, pones tu vida en sus manos? ¿Cómo podrías crecer en tu confianza filial?