MARÍA, ESPEJO DE LA IGLESIA (cont.) – 8

jueves, febrero 1st, 2024



Publicado por congregacion

Tema 8. María, Espejo de la Iglesia (cont.)

Nota: El tema de este mes es continuación de lo reflexionado-orado en el mes de diciembre. El enfoque de este de mayo se refiere a cómo nosotros hemos de engendrar a Jesús por la fe y por las obras. Es la continuación de la maternidad de María en nuestras vidas. Es eminentemente práctico y conviene aplicarlo a nuestra vida.

¡¡¡¡Feliz mes de mayo!!!!

1. Madres de Cristo: la imitación de la Madre de Dios

Nuestro modo de proceder tras las huellas de María, consiste en contemplar cada uno de los «pasos» dados por ella para después imitarlos en nuestra vida. Pero ¿cómo se puede imitar a la Virgen en este aspecto de ser Madre de Dios? ¿Puede María ser «figura de la Iglesia», es decir, ser su modelo también en este punto? No sólo es esto posible, sino que ha habido hombres como Orígenes, san Agustín y san Bernardo, que han llegado a decir que, sin esta imitación, el título de María sería inútil para mí: «¿De qué hubiera servido -decían- que Cristo naciera una vez de María en Belén, si no nace también por la fe en mi alma?».

Debemos recordar de nuevo en este momento que la maternidad divina de María se realiza en dos planos: en un plano físico y en un plano espiritual. María es Madre de Dios no sólo porque ha llevado a Cristo físicamente en su seno, sino también porque lo ha concebido antes en su corazón con la fe. Naturalmente, no podemos imitar a María en el primer sentido -engendrando de nuevo a Cristo, pero podemos imitarla en el segundo aspecto que es el de la fe.

Jesús mismo inició esta aplicación a la Iglesia del título «Madre de Cristo» cuando declaró: Mi madre y mis hermanos son aquellos que escuchan la Palabra de Dios y la ponen en práctica (Le 8, 21; cfr. Mc 3, 31ss; Mt 12, 49). «Comprendo -escribe san Agustín- que seamos nosotros hermanos de Cristo, y que las hermanas sean las mujeres santas y fieles. Pero ¿cómo entender que seamos también madres de Cristo? Nos ha llamado a todos hermanos y hermanas de Cristo, ¿y no me atreveré yo a llamaros madres de Cristo? Menos me atrevo aún a negar lo que Cristo ha dicho. Ea, carísimos. Considerad cómo la Iglesia es evidentemente esposa de Cristo y cómo es también -cosa más difícil de entender, pero no menos verdadera• madre de Cristo. Como su modelo la ha precedido la Virgen María. ¿Por qué, os pregunto yo, es María Madre de Cristo, sino porque dio a luz a los miembros de Cristo? Vosotros, a quienes estoy hablando, sois los miembros de Cristo. ¿Quién os dio a luz? Escucho la voz de vuestro corazón: la madre Iglesia. Esta madre santa y digna de veneración, por modo semejante al de María, da a luz y es virgen… Que los miembros de Cristo le hagan nacer en el espíritu, como María le dio a luz en su carne siendo virgen, y así seréis madres de Cristo. No es cosa difícil para vosotros, no está sobre vuestras fuerzas: fuisteis hijos, sed también madres».

En la Tradición, esta verdad ha conocido dos niveles de aplicación complementarios entre ellos. En un caso -como en el texto de san Agustín que acabamos de citar- se ve realizada esta maternidad en la Iglesia tomada en su conjunto, en cuanto «sacramento universal de salvación»; en el otro, esta maternidad se ve realizada en cada persona o alma que cree. El concilio Vaticano II se sitúa en esta primera perspectiva cuando escribe: «La Iglesia… se hace también madre, pues por la predicación y el bautismo engendra a una vida nueva e inmortal a los hijos concebidos por obra del Espíritu Santo y nacidos de Dios».

Pero, en la Tradición, es todavía más clara la aplicación personal a cada alma: «Toda alma que cree concibe y engendra el Verbo de Dios… Si corporalmente no hay más que una madre de Cristo, por la fe Cristo es fruto de todos: pues toda alma recibe la Palabra de Dios»”. Otro Padre desde Oriente se hace eco de esto: «Cristo nace siempre místicamente en el alma, tomando carne de aquellos que han sido salvados y haciendo del alma que lo engendra una madre virgen». Un escritor del Medioevo ha hecho una especie de síntesis de todos estos motivos, escribiendo: «María y la Iglesia son una madre y varias madres; una virgen y muchas vírgenes. Ambas son madres, y ambas vírgenes; ambas concibieron sin voluptuosidad por obra del mismo Espíritu; ambas dieron a luz sin pecado la descendencia de Dios Padre. María, sin pecado alguno, dio a luz la cabeza del cuerpo; la Iglesia, por la remisión de los pecados, dio a luz el cuerpo de la cabeza. Ambas son la madre de Cristo; pero ninguna de ellas dio a luz al Cristo total sin la otra. Por todo ello, en las Escrituras divinamente inspiradas, se entiende con razón como dicho en singular de la Virgen María lo que en términos universales se dice de la virgen madre Iglesia, y se entiende como dicho de la virgen madre Iglesia en general lo que en especial se dice de la virgen madre María… Finalmente, también, se considera con razón a cada alma fiel como esposa del Verbo de Dios, madre de Cristo, hija y hermana, virgen y madre fecunda. Todo lo cual la misma sabiduría de Dios, que es el Verbo del Padre, lo dice universalmente de la Iglesia, especialmente de María y singularmente de cada alma fiel».

2. Cómo concebir y dar a luz de nuevo a Cristo.

Concentrémonos en la aplicación del título «Madre de Dios» que nos concierne también a cada uno personalmente. Veamos cómo se llega a ser, concretamente, madre de Jesús. Hemos llegado al «ejercicio» espiritual de esta meditación.

¿Cómo nos dice Jesús que se llega a ser su madre? De dos formas: escuchando la Palabra y poniéndola en práctica. Para comprenderlo, pensemos de nuevo cómo llegó a ser madre María: concibiendo a Jesús y dándole a luz. Hay dos maternidades incompletas o dos tipos de interrupción de la maternidad. Una es antigua y conocida: el aborto. Ésta tiene lugar cuando se concibe una vida, pero no se da a luz porque el feto ha muerto, bien sea por causas naturales o bien por el pecado de los hombres. Hasta hace poco éste era el único caso conocido de maternidad incompleta. Hoy se conoce otro que consiste en el caso contrario, en dar a luz a un hijo sin haberlo concebido. Así sucede en el caso de los hijos concebidos en probetas que, en un segundo momento, son introducidos en el seno de una mujer; y en el caso desolador del útero prestado -a veces incluso pagando- para hospedar vidas humanas concebidas en otro lugar. En este caso, lo que la mujer da a luz no viene de ella, no es concebido «antes en el corazón que en el cuerpo». En la antigüedad, como hemos visto, hubo herejes que pensaban algo parecido de María, diciendo que ella había «hospedado» más que engendrado a Jesús, cuya carne era de origen celeste; que María había sido, pues, para él más un «medio» que una «madre».

Por desgracia también en el plano espiritual existen estas dos tristes posibilidades, Concibe a Jesús sin darle a luz quien acoge la Palabra sin ponerla en práctica; quien hace un aborto espiritual detrás de otro, formulando propósitos de conversión que son después olvidados y abandonados sistemáticamente sin llegar a realizarlos nunca; quien se comporta hacia la Palabra como aquel fugaz observador que mira su rostro en el espejo y después se va olvidándose en seguida de cómo es (cfr. St 1, 23-24), En definitiva, concibe a Jesús sin darle a luz quien tiene fe, pero no tiene obras.

Por el contrario, da a luz a Cristo sin haberlo concebido quien realiza muchas obras, incluso obras buenas, pero éstas no provienen del corazón, ni se hacen por amor a Dios y con recta intención, sino que provienen más bien del hábito, de la hipocresía, de la búsqueda de la propia vanagloria y del propio interés o, sencillamente, de la satisfacción que da el «hacer» cosas, En definitiva, da a luz a Cristo sin haberlo concebido quien tiene obras, pero no tiene fe.

En nuestro itinerario hemos llegado, finalmente, al problema de las buenas obras. Después de la gracia de Dios y de la respuesta creyente del hombre, es el momento de hablar de las obras. Escuchemos cómo continúa un texto del apóstol que ya hemos encontrado al hablar de la gracia y de la fe: Pues habéis sido salvados por la gracia mediante la fe; y esto no viene de vosotros, sino que es don de Dios; tampoco viene de las obras, para que nadie se gloríe. En efecto, hechura suya somos: creados en Cristo Jesús, en orden a las buenas obras que de antemano dispuso Dios que practicáramos (Ef 2, 8-10). Nosotros somos la obra de Dios: esto es lo esencial; la buena obra es la que Dios mismo ha realizado en Cristo. Sin embargo, Dios nos ha salvado en Cristo, no para que permaneciéramos indiferentes y pasivos o, peor aún, en el pecado, sino para que estuviéramos en condiciones de realizar -mediante la gracia y la fe- las buenas obras que él ha predispuesto para nosotros, que son los frutos del Espíritu, las virtudes cristianas: la mortificación, las obras de caridad, la oración y el celo apostólico por la propagación del Reino.

Nuestro camino espiritual se interrumpe en este punto y esto mismo sería también un aborto si no aceptamos esta ley, si no examinamos seriamente el problema de poner en práctica la Palabra, si, en nuestra vida, nunca pasamos de la contemplación a la imitación de Cristo. Como hemos visto no basta con realizar simplemente buenas obras; tales obras son «buenas» sólo si provienen del corazón, si son concebidas por amor de Dios y en la fe. En definitiva, si la intención que nos guía es recta. Todo lo que no procede de la buena fe -nos dice la Escritura- es pecado (Rm 14, 23).

Tras las seculares controversias entre católicos y protestantes, el problema de la fe y de las buenas obras -como bien se sabe- es otra de aquellas síntesis que se van restableciendo con dificultades entre católicos y protestantes. El acuerdo a nivel teórico y teológico es ya casi completo. Se sabe que nosotros no nos salvamos por las buenas obras, pero no nos salvamos tampoco sin las buenas obras; que somos justificados por la fe, pero que es la fe misma la que nos empuja a las obras, si no queremos parecemos al primer hijo de aquella parábola en donde el padre le pide ir a trabajar al campo y él en seguida responde que «sí», aunque después no va (cfr. Mt 21, 28 ss).

Esta síntesis entre la fe y las obras debe ser realizada, además de en la teología, también ahora en la vida.

3. Las dos fiestas del Niño Jesús

Hemos considerado el caso negativo de la maternidad incompleta, ya sea por falta de fe, ya sea por falta de obras. Consideremos ahora el caso positivo de una verdadera y completa maternidad que nos hace parecemos a María. San Francisco de Asís tiene unas palabras que resumen muy bien lo que queremos clarificar: «Somos madres de Cristo -dice- cuando lo llevamos en nuestro corazón y en nuestro cuerpo con amor, y conciencia pura y sincera; y le damos a luz mediante buenas obras que deben resplandecer como ejemplares para los demás… ¡Oh cuán santo, querido, complaciente y humilde, pacífico y dulce y amable y apetecible sobre todas las cosas tener un tal hermano, el Señor nuestro Jesucristo!». Nosotros -viene a decir el santo- concebimos a Cristo cuando lo amamos con sinceridad de corazón y con rectitud de conciencia; y damos a luz a Cristo cuando realizamos obras santas que lo manifiestan al mundo. Es un eco de las palabras de Jesús: Brille así vuestra luz delante de los hombres, para que vean vuestras buenas obras y glorifiquen a vuestro Padre que está en los cielos (Mt 5, 16).

San Buenaventura, discípulo e hijo del Pobrecillo de Asís, desarrolló este pensamiento en un opúsculo titulado «Las cinco fiestas del Niño Jesús». En la introducción del libro, cuenta cómo un día, mientras estaba en el monte Alverna de retiro, recordó lo que dicen los Santos Padres acerca del alma devota de Dios que, por gracia del Espíritu Santo y del poder del Altísimo, puede concebir espiritualmente al Verbo bendito e Hijo Unigénito del Padre, darle a luz, ponerle el nombre, buscarlo y adorarlo con los Magos y, en definitiva, presentarlo felizmente a Dios Padre en su Templo.

De estos cinco momentos o fiestas del Niño Jesús que el alma debe revivir, nos interesan sobre todo las dos primeras: la concepción y el nacimiento. Para san Buenaventura, el alma concibe a Jesús cuando -descontenta de la vida que lleva, estimulada por inspiraciones santas, encendiéndose de ardor sagrado y apartándose con resolución de sus viejos hábitos y defectos- es como fecundada espiritualmente por la gracia del Espíritu Santo y concibe el propósito de una vida nueva. ¡Ha tenido lugar, entonces, la concepción de Cristo! Una vez concebido, el Hijo de Dios bendito nace en el corazón cuando, después de haber hecho un sano discernimiento y de pedir oportuno consejo invocando la ayuda de Dios, pone inmediatamente por obra su santo propósito, empezando a realizar lo que desde hacía tiempo estaba madurando, pero que siempre había aplazado por miedo a no ser capaz de llevarlo a cabo.

Pero es necesario insistir en una cosa: este propósito de vida nueva debe traducirse, sin titubeos, en algo concreto; en un cambio, a ser posible, también externo y visible en nuestra vida y en nuestras costumbres. Si no se pone en práctica el propósito, Jesús es concebido, pero no se le da a luz. Es uno de tantos abortos espirituales. No se celebrará nunca «la segunda fiesta» del Niño que es el nacimiento. Es uno de tantos aplazamientos de los que quizá está marcada nuestra vida y que constituye una de las razones principales por las que tan pocos llegan a ser santos.

Si decides cambiar de estilo de vida y entrar a formar parte de aquella categoría de pobres y humildes que, como María, tratan sólo de encontrar gracia ante Dios sin preocuparse de agradar a los hombres, entonces será necesario que te armes de valor. Tendrás que afrontar dos tipos de tentaciones. Se te presentarán, en primer lugar -dice san Buenaventura- los hombres carnales de tu ambiente a decirte: «Lo que tratas de emprender es demasiado arduo; nunca lo conseguirás, te faltarán las fuerzas, tu salud flaqueará; estas cosas no son para ti, comprometen tu buen nombre y la dignidad de tu cargo». Superado este obstáculo se presentarán otros que tengan fama de ser personas religiosas y piadosas, y de hecho quizá lo sean, aunque en realidad no crean en el poder de Dios y de su Espíritu. Éstos te dirán que si empiezas a vivir de este modo -dando tanto espacio a la oración, evitando las charlas inútiles, haciendo obras de caridad-, serás considerado pronto un santo, un hombre devoto, espiritual, y, ya que tú sabes perfectamente que todavía no lo eres, acabarás por engañar a la gente y por convertirte en un hipócrita atrayendo sobre ti la ira de Dios que escruta los corazones. A todas estas tentaciones hay que responder con fe: ¡La mano del Señor no es tan corta que no pueda salvar! (Is 59, 1) y casi irritándonos con nosotros mismos, exclamar como Agustín en la víspera de su conversión: «Si éstos y éstas lo consiguen ¿por qué no yo también? Si isti et istae, cur non ego?».

Y ya que he nombrado una vez más a san Agustín, quiero terminar precisamente con unas palabras suyas que nos exhortan a la imitación de la Madre de Dios: «Su Madre lo llevó en el seno; llevémosle nosotros en el corazón; la Virgen quedó grávida por la encarnación de Cristo; queden grávidos nuestros pechos por la fe en Cristo; ella alumbró al Salvador; alumbremos nosotros alabanzas. No seamos estériles, sean nuestras almas fecundas para Dios».