MARÍA, ESPEJO DE LA IGLESIA -3

jueves, febrero 1st, 2024



Publicado por congregacion

Tema 3. Cantalamessa. María, Espejode la Iglesia. Valencia 2004, 72-81

«¡Hija de tu Hijo!»: una contemplación de la Madre de Dios.

Vamos a realizar una aproximación al dogma de la maternidad divina de María: una aproximación contemplativa. Contemplar no es buscar la verdad, sino gozar de la verdad hallada saboreando toda su riqueza y profundidad. Se ha escrito que los dogmas de la Iglesia antigua son como «damas y gallardos caballeros que duermen en un castillo encantado; basta reavivarlos para que se pongan pie con toda su gloria». El dogma de la maternidad divina de María es uno de éstos: nos toca a nosotros reavivarlo ahora con la ayuda del soplo del Espíritu Santo que es el que siempre vuelve a dar vida a los huesos inertes. Del mismo modo que el sol sale cada día nuevo con todo su fulgor como si fuese la primera mañana de la Creación llenando de luz los ojos de los hijos del hombre, así también debería ocurrir con las verdades de fe para que sean eficaces.

Tratemos, pues, de dirigir «una mirada libre, penetrante, afectiva e inmóvil» (esto es lo que significa contemplar) a la Madre de Dios, teniendo ante los ojos, si es posible, este misterio. Descubriremos poco a poco la riqueza tan grande que esconde este título de Madre de Dios que nos habla, a la vez, de Jesús, de Dios y de María.

«Madre de Dios» nos habla de Jesús

«Madre de Dios» fue en su origen un título que concernía más a Jesús que a la Virgen. Como hemos visto al trazar la historia del título, éste nos dice de Jesús, ante todo, que él es verdadero hombre: «¿Por qué decimos que Cristo es hombre si no es porque ha nacido de María que es una criatura humana?». No sólo que es hombre en cuanto a la esencia, sino también en cuanto a la existencia porque ha querido compartir no sólo la naturaleza genéricamente, sino también la experiencia del hombre. Ha vivido la aventura humana en toda su profundidad: «Se habla a menudo -dice el Señor- de la imitación de Jesucristo que es la imitación, la fiel imitación, de mi hijo por parte de los hombres… Pero no hay que olvidar que mi hijo había comenzado con aquella singular imitación del hombre; imitación singularmente fiel. No hay que olvidar que esta fue empujada hasta la perfecta identidad, cuando tan fielmente, tan perfectamente imitó el nacimiento y el sufrimiento; la vida y la muerte». El aspecto más difícil de aceptar de esta imitación del hombre por parte de Cristo fue, al principio, precisamente el ser concebido y nacer de una mujer. A uno de los herejes de los primeros siglos se estremecía ante la sola idea de un Dios «contenido en el útero, alumbrado entre dolores, lavado, vendado…»; le respondía Tertuliano: “Cristo ha amado al hombre y, junto con el hombre, ha amado también su modo de venir al mundo». Este objeto natural de veneración – añadía dirigiéndose al hereje- que es el nacimiento de un hombre y los dolores de parto de una mujer, tú lo desprecias y, sin embargo, ¿cómo has nacido?”.

El título «Madre de Dios» nos indica, en segundo lugar, que Jesús es Dios. Sólo si Jesús es considerado no como un simple hombre -aunque fuese el más grande de los profetas- sino también como Dios, es posible llamar a María «Madre de Dios». Si no es así, se le podrá llamar Madre de Jesús, o de Cristo, pero no de Dios. El título «Madre de Dios» es como una mirilla o un centinela porque vela para que el título «Dios» dado a Jesús no sea vaciado de significado. El título «Madre de Dios» no es justificable e incluso se convierte en blasfemo cuando se deja de reconocer a Jesús como el Dios hecho hombre. Pensándolo bien, es el único que puede impedir cualquier ambigüedad respecto a la divinidad de Jesús porque es un centinela puesto por la misma naturaleza y no por la simple reflexión filosófica o teológica (como lo es, en cambio, el título homoousios). Uno puede llamar Dios a Jesús entendiendo por Dios -como, por desgracia, sucede también en nuestros días- realidades muy distintas: Dios por adopción, Dios por inhabitación, Dios por llamarle de algún modo. Pero en este caso ya no puede continuar llamando a María, Madre de Dios. Ella es Madre de Dios sólo si Jesús es Dios desde el mismo momento en que nace de ella. Lo que viene después ya no concierne a la madre en cuanto tal. No se puede decir que María es Madre de Dios si no entendemos por «Dios» lo que entendió la Iglesia en Nicea y en Calcedonia.

Finalmente, el título «Madre de Dios» nos dice de Jesús que él es Dios y hombre en una misma persona. Aún más, éste es el objetivo por el que fue elegido por los Padres en el concilio de Éfeso. Éste nos habla de la unidad profunda entre Dios y el hombre realizada en Jesús; de cómo Dios se ha ligado al hombre y ha unido a sí al hombre en la más profunda unidad que puede existir en el mundo, que es la unidad de la persona. El seno de María -decían los Padres- ha sido el «tálamo» en donde han tenido lugar las nupcias de Dios con la humanidad, el «telar» donde se tejió la túnica de la unión, el laboratorio donde se operó la unión de Dios y del hombre. Digamos de nuevo que si en Jesús  humanidad  y  divinidad  hubieran  estado  unidas  -como  pensaban  los  herejes condenados en Éfeso- por una unión solamente moral y no personal, María ya no podría ser llamada Madre de Dios, sino solamente Madre de Cristo: Christotókos, no Theotókos.

«Los Padres no dudaron en llamar “Madre de Dios” a la Santísima Virgen, ciertamente no porque la naturaleza del Verbo o la divinidad haya tenido origen en ella, sino porque nació de ella el cuerpo santo, dotado de un alma racional, al que se unió el Verbo hasta formar con éste una sola persona». De tal modo, el título Madre de Dios es también una especie de baluarte que se opone tanto a una ideologización de Jesús que hace de él una idea o un personaje más que una persona verdadera, como también a una separación de la humanidad y de la divinidad en él, poniendo así en peligro nuestra salvación. María es aquella que ha anclado a Dios a la tierra y a la humanidad; aquella que con su divina y humana maternidad ha hecho para siempre de Dios el Enmanuel, el Dios-con-nosotros; aquella que ha hecho de Cristo nuestro hermano.

«Madre de Dios» nos habla de Dios

El título Madre de Dios nos habla también de Dios. Nos revela el verdadero rostro del Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo. Aún más, este es el aspecto más útil y actual que sería necesario iluminar hoy, así como el precedente lo era en tiempos de las grandes controversias del siglo V. En efecto, hoy el problema se ha hecho más radical que entonces; concierne a Dios en la más amplia acepción de este nombre, más que a aspectos concretos del misterio cristiano. El problema ya no es el monofisismo, sino el ateísmo.

¿Qué nos dice de Dios este título de María? Nos habla ante todo de la humildad de Dios. ¡Dios ha querido tener una madre! Y pensar que, en el desarrollo del pensamiento humano, hemos llegado a un punto en el que existen pensadores que encuentran incluso extraño y hasta ofensivo para un ser humano haber tenido una madre, porque esto significa depender radicalmente de alguien, no haberse hecho a sí mismo, no poder proyectar enteramente la propia existencia por sí solos.

El hombre, desde siempre, busca a Dios en lo alto. Trata de construir una especie de pirámide con sus esfuerzos ascéticos o intelectuales, pensando que en el vértice de esa pirámide encontrará a Dios o a su equivalente que, en algunas religiones, es la Nada. Y no se da cuenta de que Dios ha descendido y ha vuelto del revés la pirámide; él mismo se ha  puesto  en  la  base  para  llevar  sobre  sí  todo  y  a  todos.  Dios  se  hace  presente silenciosamente en las entrañas de una mujer. Verdaderamente hay que decir: Esto es creíble precisamente porque es una locura; es verdad, precisamente porque es imposible; es algo divino, precisamente porque no es de hombres. ¡Qué contraste con el dios de los filósofos!

¡Qué ducha fría para el orgullo humano y qué invitación a la humildad! Dios desciende al corazón mismo de la materia; porque madre, mater, deriva de materia, en el más noble sentido del término, que significa demarcación, realidad o, también, metro, medida. El Dios que se encarna en el seno de una mujer es el mismo que se hace presente después en el corazón de la materia del mundo, en la Eucaristía. Es un estilo único. San Ireneo tiene razón cuando dice que quien no comprende que Dios pueda nacer de María no puede tampoco comprender la Eucaristía. Todo esto proclama también, y mejor que cualquier palabra, que el Dios cristiano es gracia; que se obtiene mediante un don y no mediante una conquista.

Eligiendo esta vía materna para revelarse a nosotros, Dios ha recordado a la necedad humana -que ve mal donde no lo hay, y no lo ve donde sí que existe- que todo es puro; ha proclamado la santidad de las cosas creadas por él. Ha santificado y redimido no sólo a la naturaleza en abstracto, sino también al nacimiento humano y a toda la realidad de la existencia.

Dios ha revelado, sobre todo, la dignidad de la mujer en cuanto tal. Al llegar la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer (Ga 4, 4). Si Pablo hubiese dicho: «nacido de María», se habría tratado simplemente de un detalle biográfico; diciendo «nacido de mujer», ha dado a su afirmación una carga universal e inmensa. Es la mujer misma, cualquier mujer, la que ha sido elevada en María a una dignidad muy alta. María es aquí la mujer. Hoy se habla tanto de la promoción de la mujer, que es uno de los signos más hermosos y atrevidos. Pero ¡qué retardados vamos en comparación con Dios! Él nos ha precedido a todos; ha otorgado a la mujer un honor tal que nos hace enmudecer a todos y reflexionar sobre nuestro pecado.

«Madre de Dios» nos habla de María

El título «Madre de Dios» nos habla, finalmente, también de María. María es la única criatura del universo que, dirigiéndose a Jesús, puede decir lo que el Padre celeste le dice a él: «Tú eres mi hijo, yo te he engendrado» (cfr. Sal 2, 7; Hb 1, 5). San Ignacio de Antioquía dice con toda sencillez, casi sin darse cuenta en qué dimensión está proyectando a una criatura, que Jesús es «de Dios y de María». Casi como nosotros cuando decimos de un hombre que es hijo de tal y de cual. Dante Alighieri ha encerrado esta doble paradoja de María de ser «Virgen y Madre» y «madre e hija», en un solo verso:

«Virgen Madre, hija de tu Hijo.»

El título «Madre de Dios» es suficiente para fundamentar la grandeza de María y para justificar el honor a ella tributado. Se ha reprochado a los católicos el haber exagerado el honor y la importancia tributados a María y, a veces, es necesario reconocer que el reproche estaba justificado, al menos por la forma en que éste se realizaba. Pero no se piensa nunca en lo que Dios ha hecho. Dios ha ido tan lejos honrando a María al hacerla Madre de Dios, que nadie puede decir más, aunque tuviera -dice el mismo Lutero- tantas lenguas como hojas y hierbas hay en los campos: «Toda su gloria se concentra en la palabra con que la llamamos “Madre de Dios”. Nadie puede decir de ella, ni decirle a ella, algo más grande, aunque tuviera tantas lenguas como hojas y hierbas hay en los campos, como estrellas en el cielo y como arenas en el mar. Habría que conservar también en el corazón lo que significa ser Madre de Dios». El título Madre de Dios pone a María en una relación única con cada una de las personas de la Santísima Trinidad. San Francisco de Asís lo expresaba así en la oración: «Santa Virgen María, no ha nacido entre las mujeres ninguna semejante a Ti, Hija y esclava del Rey Altísimo y Padre celestial, Madre Santísima de Nuestro Señor Jesucristo, Esposa del Espíritu Santo, ruega por nosotros ante tu Santísimo amado Hijo, Nuestro Señor y Maestro».

Madre de Dios es un título eterno, irreversible, porque irreversible es la Encarnación del Verbo. Y del mismo modo que en la Jerusalén celeste existe la humanidad de Cristo glorificada, la humanidad de aquel que había muerto pero que ahora está vivo (cfr. Ap 1, 18), existe también, y es reconocida y honrada como tal, su madre. Si Jesús no se avergüenza de llamarnos «hermanos suyos» (cfr. Hb 2b), ¿por qué tendría que avergonzarse de llamar Madre a María? Para mostrar quién es y su independencia divina él no necesita -como algunos grandes paladines contemporáneos de la libertad humana- renegar de haber tenido una madre.

El título «Madre de Dios» es, también hoy, el punto de encuentro y la base común para todos los cristianos de la que poder partir para lograr el acuerdo en torno al lugar que María ocupa en la fe. Éste es el único título ecuménico, no sólo de derecho porque haya sido definido en un concilio ecuménico, sino también de hecho porque es reconocido por todas las Iglesias. Hemos escuchado lo que pensaba Lutero. En otra ocasión, él escribió:

«El artículo que afirma que María es Madre de Dios está vigente en la Iglesia desde los orígenes, y el concilio de Éfeso no lo definió como nuevo, porque es una verdad afirmada ya en el Evangelio y en la Sagrada Escritura… Estas palabras (Lc 1, 32; Ga 4, 4) afirman con firmeza que María es verdaderamente la Madre de Dios» «Nosotros creemos, enseñamos y confesamos -se lee en una fórmula de fe compuesta después de su muerte- que María es llamada justamente Madre de Dios y que lo es verdaderamente». Otro iniciador de la Reforma escribe: «María es llamada, justamente a mi juicio, Madre de Dios, Theotókos»; y en otro lugar llama a María del mismo modo: «la divina Theotókos, elegida todavía antes de tener fe». Calvino, a su vez, escribe: «La Escritura nos declara explícitamente que deberá nacer de la Virgen María, que será llamado Hijo de Dios (Le 1, 32) y que la Virgen misma es Madre de nuestro Señor».

Madre de Dios, Theotókos, es, pues, el título al que es necesario volver siempre, distinguiéndolo -como hacen justamente los ortodoxos- de toda la infinita serie de nombres y títulos marianos. Si esto se tomara en serio por todas las Iglesias, valorando este título de hecho además de reconocerlo de derecho en sede dogmática, sería suficiente para crear una unidad fundamental en torno a María; y ella, en lugar de un motivo de división entre los cristianos se convertiría, después del Espíritu Santo, en el factor más importante de unidad ecuménica, aquella que ayuda maternalmente a «reunir a todos los hijos de Dios que están dispersos» (cfr. Jn 11, 52). A las Iglesias protestantes, todavía un tanto a la defensiva respecto a María, quisiera repetir -salvando, no obstante, la infinita diferencia que existe entre María y el Espíritu Santo- lo que un Padre de la Iglesia, en un momento dado, gritó para empujar a sus contemporáneos a superar todas las dudas y los titubeos que tenían para proclamar la plena divinidad del Espíritu Santo: «¿Hasta cuándo tendremos escondida la lámpara? Ya es hora de colocarla sobre el candelabro para que alumbre en todas las Iglesias, en todas las almas y en todo el mundo». Durante el desarrollo del concilio de Éfeso hubo un obispo que, en la homilía, se dirigió a los Padres conciliares con estas palabras: «No privemos a la Virgen Madre de Dios del honor que le confirió el misterio de la Encarnación. ¿No sería absurdo, queridos hermanos, glorificar en los altares junto con Cristo la cruz ignominiosa que lo sostuvo haciéndola resplandecer ante la Iglesia y privar al mismo tiempo del honor de ser madre de Dios a aquella que en previsión de tan gran beneficio acogió a la divinidad?».