LA INTERPRETACIÓN DE LA DESOLACIÓN – 4

jueves, febrero 1st, 2024



Publicado por congregacion

“Que todo es don y gracia de Dios Nuestro Señor” [EE 322]

[322] 9.ª regla. La novena: tres son las causas principales por las que nos hallamos desolados: la primera es por ser tibios, perezosos o negligentes en nuestros ejercicios espirituales, y así por nuestras faltas se aleja la consolación espiritual de nosotros. La segunda, por probarnos para cuánto valemos y hasta dónde nos extendemos en su servicio y alabanza, sin tanta paga de consolaciones y crecidas gracias. La tercera, a fin de darnos verdadera noticia y conocimiento, a saber, para que sintamos internamente que no depende de nosotros traer o tener devoción crecida, amor intenso, lágrimas ni alguna otra consolación espiritual, sino que todo es don y gracia de Dios nuestro Señor; y para que en cosa ajena no pongamos nido, alzando nuestro entendimiento a alguna soberbia o vanagloria, atribuyendo a nosotros la devoción o los otros efectos de la consolación espiritual.

¿Por qué se aleja Dios o por qué dejamos de sentirle? ¿Por qué a veces nos sentimos como separados de Dios?

San Ignacio habla de tres causas «Tres causas principales son porque nos hallamos desolados». No afirma que sean las únicas y, de hecho, deja la puerta abierta a otros posibles motivos o lecciones de Dios, que hemos de tener en cuenta a la hora de interpretar la «situación» de cada uno. Habrá que mirar cada caso particular.

a)      La primera causa: la conversión a la seriedad

«La primera es por ser tibios, perezosos o negligentes en nuestros ejercicios espirituales, y así, por nuestras faltas, se aleja la consolación espiritual de nosotros».

El cambio fundamental que S. Ignacio opera, en esta primera causa, es que no atribuye el silencio de Dios a la negligencia o al descuido de quien se deja llevar por los malos pensamientos, sino a la tibieza y pereza en el trato de amistad con el Señor. S. Ignacio confiesa, desde su experiencia personal, que la lejanía de Dios, en un elevado número de casos, no se debe ni a pecados ni tan siquiera a los malos pensamientos, sino a algo más sutil y delicado, como es el ‘desamor’. Dios trata de convertir al ejercitante (al congregante) de la frivolidad a la seriedad en la amistad.

El ‘causante’ es el hombre. Dios actúa en consecuencia, por ser celoso de su amor y querer nuestra entrega total. Y precisamente porque valora lo que el hombre pueda hacer, parece ‘alejarse’ del hombre, y aparentemente deja al hombre sin ‘su amistad’. El hombre descuida a Dios y éste le da a sentir, por medio de la desolación, el valor de lo que el hombre menosprecia. Dios no es en absoluto indiferente ante la actitud del hombre. No le da igual lo que hagamos. La desolación pone a prueba la seriedad. Purifica de toda frivolidad, de querer instrumentalizar a Dios, de pensar que el hombre dispone de Dios, para cuando él quiera. Parece que Dios está a nuestro “antojo”.

b)      La segunda causa: la conversión al desinterés

«La segunda, por probarnos para cuánto somos y en cuánto nos alargamos en su servicio y alabanza, sin tanto estipendio de consolaciones y crecidas gracias»

El silencio de Dios pone en evidencia no sólo la fragilidad humana, sino cómo es la firmeza -y coherencia- de nuestra decisión («para cuánto somos») en el seguimiento de Cristo: nos pone a prueba en nuestra capacidad de llevar hasta el final la ‘misión recibida: estar al servicio de Dios’, incluso en los momentos de desolación.

Pero al mismo tiempo, se pone a prueba también el desinterés de nuestro amor: qué capacidad tiene de ir más allá de lo ‘razonable’, de lo establecido cuando carece de la recompensa del amor de Dios. Porque cuando el ejercitante (el congregante) sirve a Dios así, pone de manifiesto su capacidad de ‘arriesgar incluso la vida’, también en los momentos de oscuridad, y todo por el puro amor a Dios.

En este segundo caso la causa es la ‘pedagogía divina’. Él toma la iniciativa. Como si a Dios le interesara sondear y conocer el corazón de hombre: que aparezca quién es y cómo es la calidad de nuestro amor; busca poner a prueba nuestro desinterés. Dios nos desea purificar.

La desolación conduce a buscar a Dios desde la desgana, la angustia, la desolación. Y es una experiencia insustituible -¿quizá necesaria?- en nuestra vida. Cuando el ejercitante (congregante) esté en esta situación, cuando parece que se quiebra la fe, entonces habrá de resistir a las varias agitaciones y tentaciones que le sobrevienen y poner de manifiesto la ‘magnanimidad’ de su amor. Porque nada como el silencio de Dios para hacer que aparezca, sin engaño ni mentira, nuestra capacidad de amar. La prueba no es el origen de la desolación, sino el ‘instrumento del que Dios se sirve’ para sacar a la luz lo que hay en el fondo de nuestro corazón. En la desolación aparece, en realidad, quiénes somos, de qué somos capaces, y la calidad de nuestro amor, incluso nuestra capacidad de servir a Dios sin ningún otro interés.

c)      La tercera causa: la conversión a la gratuidad

En la tercera causa el ‘agente’ vuelve a ser Dios, que pretende enseñar al hombre dos lecciones que le son muy necesarias, si es que quiere caminar hacia la verdadera madurez espiritual. Por este motivo el texto (EE 322) se desdobla en dos pequeños apartados: El primero: la lección que el hombre debe aprender desde la desolación y el segundo: el correctivo que hay que aplicar a la ‘concupiscencia del espíritu’ (=esa que busca sentirse siempre bien, estar siempre bien, disfrutar siempre de las cosas del Señor… aquel que busca siempre un bienestar “emotivo-espiritual permanente), que suele ser propia del tiempo de la consolación.

Cuando el hombre ha sido “chamuscado” en su amor propio por el fracaso y la humillación, se ve forzado a empezar de nuevo no desde sí mismo, sino desde Dios. Y esa conversión a la gratuidad tiene un doble aspecto: una sana desconfianza de sí mismo, y un ‘cese’ del culto al propio yo.

a. La consolación –así lo vimos en el tema anterior- era un don del que el hombre no disponía. Prueba de ello es que ni puede forzarlo ni menos todavía arrebatárselo a Al hombre le toca recibirlo en acción de gracias, atribuírselo siempre a Él, y humillarse cuanto pudiere [324], abandonándose a su voluntad.

Esta lección es muy necesaria para cualquiera de nosotros cuando nos hallamos en desolación, porque entonces comprendemos, por la ‘esterilidad’ de todos nuestros esfuerzos, que es imposible alcanzar la santidad cuando nos empeñamos en conquistarla de modo voluntarista, con nuestros propios puños, sin sentir la necesidad de la ayuda de Dios. Tal actitud, condenada de antemano a la esterilidad, nos hace experimentar la insatisfacción propia de quien se esfuerza mucho, pero no alcanza nunca el ideal; la tristeza de quien se cree bueno y no lo es; la angustia de quien se esfuerza “más y más”, sin conseguir nunca la alegría. Así el hombre se ve en el más profundo desamparo, se ve triste, solo y desolado.

En ese callejón sin salida, llegando incluso la destrucción psicológica y moral, el hombre aprende que todo es don y gracia de Dios, que las buenas obras, por mínimas que sean, son un regalo que Dios le concede, y que la consolación es un don gratuito, por el que Dios se entrega en el amor.

El aparente poder humano, tanto para obrar el bien como para ‘conquistar’ la amistad de Dios, está condenado de antemano al fracaso, si Dios mismo no intercede en favor de la debilidad. Él lo que quiere lo hace… Y de la noche a la mañana cambia la suerte del ‘pobre y desvalido’, a condición de que se abandone confiadamente a su amor.

b. Pero es que, además, el hombre no puede «hacer nido» ni en el consuelo, de la devoción, ni en las buenas obras, ni en la propia perfección, ni en otra cosa alguna, porque, si lo hiciera, se las atribuiría, se ensoberbecería, se llenaría de autocomplacencia y vanagloria, y acabaría, casi sin remedio, por alejarse de Dios de los demás. Tal actitud, en definitiva, separaría a Dios del don en el que él se comunica y de este modo utilizaría la amistad como el pedestal del ‘yo’, cayendo en el peor de todos los pecados: la soberbia.

El hombre desolado, en cambio, desde la distancia crítica que garantiza la desolación, empieza a poder valorar correctamente dos cosas: el don perdido de la consolación, a saber, la verdadera amistad; y el error que un día cometió cuando indebidamente se apropió de su propia ‘santidad’. A través de esta experiencia comienza a percibir qué significa la santidad. Porque, al no tener ya nada que conservar ni perder, excepto su ‘fracaso’, no le queda otra alternativa que acogerse al perdón y a la gloria de Dios.

La desolación pone en crisis la búsqueda equivocada de la propia perfección, obligándonos a asumir en paz nuestra propia condición humana, limitada e imperfecta. La experiencia de haber topado con el muro de la desolación, desplaza la equivocada idea de perfección, arrancándola del yo (nuestro pertinaz egoísmo o nuestro narcisismo inconsciente), para centrarla en la relación de la amistad con Dios y en el ‘descenso’ del Hijo al fondo de la humildad, misterio que acabamos de contemplar en Navidad y en el que Dios se complace volcar la Infinitud de su amor en plena libertad.

Conclusión

Con el fin de enseñar al hombre el desinterés del amor, Dios permite que sobrevenga la desolación porque ésta pone de manifiesto la incapacidad del hombre y la bondad y el poder de Dios. Dios actúa así para bien del hombre, con lo que le induce a un cambio profundo de actitud: pasar de la «propia santidad» a la santidad que viene de Dios; a superar nuestro voluntarismo para que nos abramos a la gratuidad del que experimenta el inmenso consuelo de sentirse amado, perdonado y conducido por Dios. Por esto motivo la adoración y servicio (tan ignacianos ambos) presuponen la ‘destrucción’ del propio yo y de nuestra equivocada idea de perfección. La gloria de Dios y la perfección del hombre solamente se dan cuando se encuentran la nada del hombre y la bondad de Dios.

Preguntas: 

– ¿Crees que la Desolación sirve para purificarnos de nuestra “frivolidad” y nos ayuda a vivir “con seriedad” la relación con Dios? (a)

– ¿Crees que en la Desolación se pone de manifiesto nuestra capacidad de amar a Dios y a los hermanos? ¿Sentimos la tentación de “en desolación hacer mudanza”? (b)

– ¿Cómo crees que podemos aprender de nuestros fracasos “humanos” para vivir de la confianza plena en que Dios actúa siempre intercediendo en nuestro favor? ¿Cómo crees que podemos avanzar –y vivir- sabiendo que “todo es don y gracia de Dios” y que nuestra perfección/santidad es participada de la suya? (c).