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  1. ¡ALÉJATE DE MÍ, SATANÁS!»
    A partir de aquel día, Jesús empezó a hablar de su pasión y de su muerte. Eso les desconcertaba. Veían que las cosas se ponían mal entre el Maestro y las autoridades y, con los tiempos que corrían, no hacía falta hacer mucho para morir. Pero lo que más les preocupaba era que Jesús anunciase estos acontecimientos como algo ineludible, como un destino que nada ni nadie podía cambiar. Era como si la misión de Jesús tuviese que realizarse precisamente a través de los sufrimientos y la muerte que Él anunciaba y describía de forma detallada. Es verdad que hablaba también de resurrección, pero ¿qué podía querer decir? Ciertamente Jesús resucitaría, como todos los justos, porque era bueno e inocente; sin embargo, Él parecía conferir a la palabra «resurrección» un significado distinto del que le daban los judíos.
    Los discípulos hablaban del tema entre ellos. ¿Qué quiere decir? ¿Morirá de verdad? ¿Y nosotros?
    Entonces todos incitaban a Pedro -visto que, por lo que parecía, acababa de recibir del Maestro un puesto eminente- a intervenir directamente ante Jesús, para saber qué suerte les tocaría.
    Desde que Jesús le había dicho a Pedro esas palabras misteriosas y solemnes, Pedro se sentía más importante. En el fondo, trataba de engañar con pensamientos vanidosos la intuición dolorosa del verdadero destino que esas palabras dejaban entrever. De hecho, percibía con una cierta inquietud que tenía que haber un vínculo entre su nueva autoridad y lo que Jesús decía sobre su propio futuro de sufrimiento y de muerte.
    De este modo, se vio expresando estas preocupaciones hablando con Jesús con una agresividad que deploraba según se manifestaba. En el fondo, Simón se defendía y se protegía del destino indisoluble que ya le unía al Señor.
    Jesús estaba acostumbrado al carácter de Simón. Pedro estaba a su vez acostumbrado a ser corregido por Jesús, y era consciente de que merecía tales correcciones. Pero esta vez la reacción del Maestro fue tan dura que Pedro estuvo a punto de desmayarse. Jesús no le miraba a los ojos como hacía siempre: miraba a los demás. ¿Sabía quizá que la respuesta valía también para ellos, que habían mandado a Pedro por delante, o quizá quería ahorrarle a este último el fuego de una mirada que le habría reducido a cenizas, mientras que las palabras se limitaban a herirle?
    «¡Aléjate de mí, Satanás! ¡Tú piensas como los hombres, no como Dios!» (Mc 8,33).
    ¡Satanás! ¿Por qué este nombre tan horrible? ¿Satanás? ¡El enemigo de Dios! ¡El que hace caer! ¿Se había convertido en esto Simón para su verdadero amigo, el único por el que habría dado su vida? ¿Es posible que Jesús no comprendiese que si Pedro le hablaba así era porque le amaba sobre todas las cosas y no podía aceptar perderle, separarse de Él?
    Se le hizo un nudo en la garganta, y habría roto a llorar si Jesús no se hubiese vuelto hacia él.
    Entonces Pedro vio en los ojos del Maestro una debilidad extrema y una gran angustia. Nunca había leído el miedo en Él, la sombra humana del miedo, de un miedo inocente, como el que Simón había visto un día en los ojos de un niño enfermo que ya no sabía llorar. Entonces Pedro bajó los ojos: no era digno de mirar a Dios cara a cara.
    2. «¡QUÉ BUENO ES QUE ESTEMOS AQUÍ!»
    Durante seis días Simón se mantuvo un poco en segundo plano: permanecía en el grupo y escuchaba a Jesús, pero no se atrevía a dirigirle la palabra, a plantear preguntas, a exponer sus consideraciones habituales. Y, sin embargo, era evidente que no había cambiado la actitud del Maestro con respecto a él. Jesús no ponía mala cara a nadie, ni siquiera a los fariseos, con los que se enfrentaba a menudo. La cólera de Jesús no era como la que estalla entre los hombres. Pedro se daba cuenta de que la cólera del Señor era siempre la expresión de un profundo sufrimiento. Cada vez que el Maestro se volvía severo o duro con ellos, comprendía enseguida que en esa circunstancia Jesús no tenía otra forma de expresar cuánto les amaba.
    Era verdad que el Maestro parecía más brusco con Pedro que con los demás. Al principio Simón sufría por ello, porque tenía la impresión de que no le era simpático; pero después había reconocido que la culpa era de su carácter; era él quien provocaba las reacciones de Jesús. Y una y otra vez Pedro se enfadaba consigo mismo: «¿Será posible que tengas que hacer siempre tus comentarios, decir lo que piensas, intervenir cuando nadie te pregunta o cuando el asunto no va contigo?». Y cada vez era Pedro el primero en pedir perdón, en reparar sus errores y sus salidas incontroladas.
    Sin embargo, con el tiempo Pedro se dio cuenta de que esta explicación era demasiado superficial, porque veía que Jesús nunca reaccionaba de forma instintiva a la actitud de los demás. Su paciencia era infinita. Pedro comprendió que en Jesús todo era amor y deseo del bien del otro. Entonces pensó que tenía que preguntarse qué bien mayor deseaba Jesús para él cuando le trataba con tanta aspereza. Después de la primera reacción de dolor y angustia, Pedro se puso a reflexionar sobre la reacción de Jesús. El Maestro nunca había sido tan duro y ofensivo con él o con cualquier otra persona. «¡Aléjate de mí, Satanás!». Le había llamado con el nombre de su peor enemigo, aquel contra el que Jesús luchaba. Cuántas veces había asistido Pedro con los demás a las disputas entre el Maestro y los demonios que atormentaban y poseían a tantos infelices. Y cuando les expulsaba, era horrible escucharles gritar, vociferar. Simón se quedaba siempre turbado, con un sentimiento de miedo que le producía pesadillas. Solo hallaba paz acercándose a Jesús o, al menos, pensando en Él.
    Pero ahora, ¡Jesús le había llamado Satanás a él! Todo porque Pedro se rebelaba ante el pensamiento de que el Señor pudiese sufrir y morir de forma terrible. Pedro se preguntaba si existía algún nexo entre lo que Jesús le había predicho llamándole «piedra» de su Iglesia y el destino que anunciaba para sí mismo. Simón nunca habría aceptado ni aceptaría jamás cometidos ni honores al precio del sufrimiento y de la muerte de su Maestro y amigo. ¡Jamás! ¡Jesús debería haberlo comprendido! Después de todo, ¿qué eran la Iglesia y el Reino de los que Jesús hablaba?
    Pedro se volvió una persona callada. La reacción violenta del Señor le hacía intuir que el nexo entre la misión que se le había confiado y el sufrimiento y muerte de Jesús era necesario e indisoluble, y que, por tanto, ya no podría ir hasta el fondo de esa amistad si no abrazaba el destino oscuro del Maestro. Simón se preguntaba si el día en el que había respondido con alegría infinita a la llamada del Señor estaba diciendo que sí también a esto. Pensaba de nuevo en el gozo eufórico de sus primeros pasos siguiendo a Jesús. Todo era sereno y sencillo. Es verdad que incluso entonces había tenido que soportar algunos inconvenientes, pero todo estaba inmerso y bañado por la dulce experiencia de la amistad, del amor del Rabí. En cambio, esas dificultades no eran ahora algo externo o colateral a la relación con Él: estaban dentro de esa relación, y esto representaba para Simón una herida insoportable, porque para él ya no existía posibilidad alguna de consuelo fuera de la amistad con el Señor. Sí, era verdad, habría llegado a ser Satanás, perdido, condenado y alejado de Dios si se hubiese roto esa amistad, la única que le había dado la certeza de la salvación.
    Entonces Pedro empezó a esperar. No sabía realmente qué esperaba; sabía que le era imposible intuirlo. Tenía que ser algo que superara todas las conjeturas que bullían en sus pensamientos como una fiebre mortal. Y así, un sentimiento de alivio se apoderó de él cuando, seis días después, Jesús le llamó repentinamente junto a Santiago y a Juan para dirigirse hacia un lugar secreto que ni siquiera podían conocer los otros nueve apóstoles. Abandonaron la zona habitada y empezaron a subir por la pendiente de un monte. Caminaron varias horas, en un silencio que los tres discípulos no se atrevieron a romper ni siquiera para preguntarse unos a otros a dónde se estaban dirigiendo. Pedro caminaba con un aura de serenidad en el corazón. Se decía que algo nuevo estaba a punto de suceder entre el Maestro y él, y eso le liberaría de los pensamientos delirantes que le obsesionaban desde hacía seis días y seis noches.
    Jesús estaba pensativo, absorto en la oración. Iba por delante de ellos, subiendo el monte por un sendero pedregoso, con un paso cuya regularidad parecía atenta a no distraer la profundidad de sus pensamientos.
    Al llegar a la cima del monte, Jesús se puso a rezar con los gestos y la actitud con que los discípulos le sorprendían a menudo, a pesar de que normalmente le gustaba alejarse de ellos para rezar al Padre. Sin embargo, esta vez Jesús no trató de distanciarse de ellos tres. Y ellos se sentían cada vez más incómodos al encontrarse tan cerca de la oración de Jesús, como si estuviesen obligados a ver desvelarse un secreto que luego pesaría sobre sus conciencias.
    La gente envidiaba su intimidad con el gran Rabí que traía a las multitudes y hacía milagros. Pero los discípulos sentían que esa intimidad cada vez más profunda superaba las débiles fuerzas de su inteligencia y de su corazón.
    Además, desde que había empezado a hablar de la hora cada vez más cercana del sufrimiento y de la muerte, Jesús se había vuelto para los discípulos como la zarza ardiendo de Moisés: se sentían atraídos, pero cuanto más se acercaban, más heridos se sentían por su propia indignidad.
    Estos sentimientos cambiaban también la relación entre los tres. La distancia que parecía abrirse entre su mezquindad y el misterio del Señor les volvía solidarios en un deseo de compasión recíproca que sin embargo ninguno conseguía satisfacer. Pedro estaba al lado de Juan, el menor de los hijos de Zebedeo. Jesús amaba a este discípulo más que a los demás, o, quizá mejor dicho, este discípulo era el más consciente de este amor, el que lo acogía con mayor sencillez… era el discípulo que se sabía profundamente amado, y este era su único mérito. Por eso Pedro buscaba la compañía de Juan más que la de los demás. Hablaban poco, pero Juan parecía irradiar los efectos de una relación especial con el Maestro, que se comunicaba de forma misteriosa a todos los que estaban junto a él.
    En la montaña, los tres se sentían empujados a acercarse entre ellos, en la medida en que entre ellos y Jesús se hacía más profundo un sentimiento cada vez mayor de distancia. Miraban fijamente su rostro. ¿Estaba triste? ¿Estaba feliz? Era como si en el Señor sufrimiento y alegría coincidiesen misteriosamente, a medida que un resplandor cada vez más intenso cegaba sus ojos estupefactos.
    Vigilia y sueño, luz y noche, resplandor de sol y sombra de densas nubes, silencio y sonido ensordecedor, todo esto se fundía en su mirada, que seguía fija en el rostro de Jesús: un rostro familiar, pero que ahora descubrían desconocido.
    Jesús estaba solo y en silencio, y, sin embargo, dos profetas estaban conversando con Él. Los discípulos no oían nada de lo que se decían, pero intuían que estaban hablando de lo que Jesús anunciaba desde hacía algún tiempo, y que ellos no querían escuchar. Y la luz gloriosa, que ahora les cegaba, era como si se irradiase desde esas tinieblas, igual que surge de la noche la luz dorada del alba.
    Entonces Pedro se sorprendió feliz como nunca lo había estado, y comprendió que también la alegría, al igual que la luz, tenía su fuente en los misterios tenebrosos de los que los tres hablaban. Pedro comprendió que estaba participando en la alegría de Jesús, y que la tristeza de los días pasados no tenía cabida allí. ¡Sentía tan suya la alegría de Jesús! Era más suya que su propia tristeza. Esta alegría descendía sobre él, se apoderaba de él; bajaba desde la visión sublime hasta su propia miseria, de la que era bien consciente, una miseria que Jesús amaba mucho más de lo que él pudiera soportarla. Se sentía tan amado, tal y como era, sin merecerlo, que encontró totalmente natural hablar a Jesús en medio de aquella luz, como si se encontrasen en medio de un evento cotidiano cualquiera. Sentía que podía decir cualquier cosa, tal como le dictaba su carácter y, por qué no, su imprudencia. Habló como un niño, tal como era en su corazón: «Maestro, ¡qué bueno es que estemos aquí. Haremos tres tiendas: una para ti, otra para Moisés y otra para Elías» (Lc 9,33).
    Pero la sombra oscura que cayó repentinamente sobre él bloqueó sus palabras nada más salir de su boca, y su corazón perdió de forma súbita la serenidad inocente de la infancia que poco antes había creído recuperar. «No, Simón, no eres inocente», estaba a punto de decirse a sí mismo. Pero una voz más potente le sumergió en un silencio total: «Este es mi Hijo amado; ¡escuchadle!» (Mc 9,7).
    Fue similar al estallido de un trueno; pero era como si la voz y la palabra no hubiesen tenido ni origen ni fin. A pesar de que en ese preciso momento todo volvió a la normalidad a su alrededor, en el rostro de Jesús permanecía impreso un sentimiento de eternidad, aterrador y suave a la vez. Jesús les miró y dijo tranquilamente: «Bajemos, pero ¡guardad silencio!».
    Los tres se miraron y comprendieron que solo sus ojos podían hablar de la luz que habían visto.

PREGUNTAS:
1.- Ante la dificultad, ¿te dejas llevar por la angustia, la desesperación, la rebeldía… o buscas la presencia de Cristo en medio de la situación, mantienes la confianza, sabiendo que Él lleva tu vida?
2.- ¿Cuál es el lugar que ocupa la amistad con Él en tu vida? ¿Podrías decir: “cualquier cosa menos perderte”?
3.- El amor de predilección que Jesús sentía por Juan es el mismo que siente por cada uno de sus discípulos, cada uno de nosotros, pero, de los Doce, solo Juan se definía con ese título de amistad suprema: “El discípulo al que Jesús amaba”. Pedro, en cambio, se sentía definido por su debilidad, por sus errores. ¿Qué es lo que tiene más peso en tu vida, qué es lo importante, lo que la define?
4.- Después de que escucharan la voz en la montaña, todo volvió a la normalidad. En los momentos fuertes, como retiros o peregrinaciones, parece que todo se vuelve paz y alegría, y descubrir al Señor es sencillo, pero tampoco nosotros podemos “hacer tres tiendas”, acomodarnos, sino que somos invitados a volver a la llanura, a nuestra vida. ¿Cómo procuras cumplir el mandato del Padre, cómo buscas escuchar a Cristo en tu día a día, en lo cotidiano?