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  • Notas: Nos acompañará, como “temas de equipo” durante este curso, los capítulos del libro de Mauro G. Lepori (1959), “Simón, llamado Pedro”. El autor, actualmente es abad general de la Orden del Cister. Desde 1984 es monje y ha cursado estudios de licenciatura en Teología y Filosofía en la Universidad de Friburgo.
  • Para poder vivir bien el Jubileo 2025 “Peregrinos de esperanza”, en el que una de las notas que lo identifica es la adhesión a Pedro y a sus sucesores, nos asomaremos al “interior” de este que hizo del seguimiento de Cristo su “modo de vida”.
  • Así, “como lluvia fina”, a modo de “lectio divina” de la Palabra de Dios, nos queremos preparar para vivir -presencial o espiritualmente- la peregrinación de la CMA a Roma en el mes de octubre de 2025.

 

Prefacio de A. Scola, arzobispo de Milán:

Le estoy agradecido al padre Mauro Lepori no solo por lo que ha escrito en este libro, sino por cómo lo ha escrito. Al leerlo, he podido verificar una vez más el prodigio de la comunicación literaria: eres llevado hasta el interior de los hechos que se narran -en este caso los referentes a Simón, llamado Pedro- y puedes verlos con tus ojos y sentirlos con tu corazón más que si estuvieses presente.

El arte cristiano posee además este carisma singular de forma eminente porque participa de la fuerza de penetración en el yo del gran evento del Redentor, intimior mei (más íntimo a mí que yo mismo), del que dicho arte es un eco.

Por eso cuando los retratos de los santos nacen de un intento apasionado de identificarse con su experiencia humana (el intento de ir «tras los pasos de un hombre que sigue a Dios») traspasan los límites de la simple «biografía».

La vida del Príncipe de los Apóstoles está narrada con una gran capacidad de penetración psicológica en su inconfundible sello humano, en el que cada uno de nosotros puede reconocerse. De modo que este escrito, además de ser una meditación, podría leerse también como una introducción elemental a la antropología cristiana.

Para él, el seguimiento de Cristo («era como si hubiese seguido al Maestro allí donde Él iba con su corazón, y no solo con sus pasos, con sus decisiones, con sus obras») exalta la libertad: «… ya no podría ir hasta el fondo de esa amistad si no abrazaba el destino del Maestro».

En el caso de Simón, llamado Pedro un libro es mucho más que un libro, como recuerda Guardini: es un encuentro que alarga, con un precioso eslabón, la cadena de la amistad humana.

 

1.- INTRODUCCIÓN

«Sacaron las barcas a tierra y, dejándolo todo, le siguieron» (Lc 5,11).

¿Quién no experimenta la fascinación de un seguimiento total de Cristo? Es la fascinación de los santos, a los que la Iglesia nunca se cansa de mirar y de mostrar como testimonio, como prueba de que es posible seguir a Jesucristo con toda nuestra persona, de que es posible adherirse radicalmente al acontecimiento del Hijo de Dios, «camino, verdad y vida» del hombre. Los santos interpelan a nuestro deseo de plenitud de vida y nos anuncian que este deseo no es una ilusión, no es un espejismo, sino una llamada que vibra en el corazón de cada hombre y que pide ser cumplida. Lo que responde a este deseo no es un sueño, sino el seguimiento de Jesucristo. Los santos constituyen el realismo del seguimiento de Cristo, son aquellos que le siguieron y le siguen antes que nosotros, en una cordada invisible que, partiendo de los primeros pasos de María y de los Apóstoles, recorre toda la historia hasta la Parusía.

«Dejándolo todo le siguieron». La fascinación de esta radicalidad se desvanece en la distracción si la mirada que dirigimos a los santos no se refleja en nuestra propia vida, si no nos preguntamos: «¿Qué quiere decir para nosotros dejar todo para seguir al Señor?». Los santos nos enseñan que «dejarlo todo» no es anterior al seguimiento, sino que es simultáneo; no está solo al comienzo, sino durante todo el camino. Solo la muerte sella definitivamente el abandono de todo para adherirnos al Señor eternamente. El seguimiento es un continuo y renovado «dejarlo todo» que nunca se cumple del todo, que siempre hay que volver a decidir, como si cada paso que el Señor da delante de nosotros crease entre nuestra libertad y Él un «todo» que hay que dejar siempre de nuevo. Así es como vive y crece cada vez más el amor de Cristo.

El discípulo y apóstol Simón Pedro es una de las figuras más paradigmáticas del apasionante drama del seguimiento de Cristo. Al principio lo dejó todo, sin dudarlo, pero hasta el final tuvo que hacer cuentas con una libertad reclamada por Jesús, por las circunstancias y por su propia fragilidad, y repetir siempre el primer «sí». La negación de Pedro, pero también la tradición del ‘Quo vadis?’, del último intento de huir del «sí» total del martirio abandonando Roma, y su encuentro con Jesús que le propone de nuevo un definitivo «dejarlo todo» y morir por Él, nos ayudan a comprender que la libertad del don total por Cristo es un compromiso de toda la vida que responde a la invitación del Señor, y que por tanto es posible siempre, a pesar de todo, como para el ladrón arrepentido crucificado junto a Jesús.

En cada etapa de mi camino como hombre, como cristiano, como monje, [como congregante], he reconocido en san Pedro a un compañero que me precedía con mi misma humanidad, mi misma pobreza humana, llena de contradicciones. Pedro es el santo evangélico que es más «nosotros» que todos los demás, que es más cercano a nuestra humanidad, y sin embargo, tan cercano a Cristo. A Pedro siempre podemos seguirle; siempre nos conduce a Jesús, nos une a Jesús, porque nunca permitió que su fragilidad separase su corazón de Cristo, incluso mientras le negaba.

Y creo que este es el motivo de que Simón Pedro sea el personaje evangélico del que más sabemos. Lo sabemos todo de Pedro: sus límites y sus cualidades, sus pecados y su santidad. Su psicología y su carácter aparecen ante nosotros con transparencia, a costa de hacer que parezca a veces un poco superficial y rudo.

La transparencia de Pedro es Evangelio, forma parte del Evangelio, de la Buena Noticia de la redención en Cristo. Nosotros podemos y debemos aprender de Simón, llamado Pedro, aprender de su camino con Jesús, para seguir al Señor como quiere ser seguido, para adherirnos a Cristo tal como se nos concede amarle.

 

2.- «ESTABAN ECHANDO LA RED»

Un pescador que echa las redes. Fue en el acto de echar las redes al mar cuando los ojos del Hijo de Dios vieron por primera vez a Simón, el pescador, en su barca, junto a su hermano Andrés.

Jesús pasaba por ahí, como por casualidad. Era un desconocido recién salido de la sombra de Nazaret. Todavía no tenía gran cosa que hacer: la gente no le conocía aún, pero pronto se terminaría la tranquilidad. Ahora está paseando por la orilla del mar de Galilea. Mira todo con atención. Todo es bonito para quien sorprende en cada detalle de la creación, en cada matiz del tiempo y de la luz, el amor del Padre, de su Padre. En cada dulce ola del lago resuena el aliento de un corazón humano en el que desborda el amor divino a cada latido.

Como el mar inmenso, dorado por el sol temprano, Él tiene un único deseo: desbordarse sobre esa tierra árida, inconsistente como la arena, pululante de seres, imagen de su imagen. Pero las olas avanzan y se retiran, y la tierra firme no retiene más que una aspersión superficial de la inmensa potencia de los abismos.

Desde que vive en Cafarnaún, cuántas veces ha visto Jesús agitarse este mar, volverse violento y azotar las orillas. Cuando esto sucede, los hombres huyen aterrorizados. Solo cuando las olas acarician las orillas con dulzura ellos se acercan al mar e incluso entran confiados en él.

Él está allí, solo. ¿Cómo traducir su inmensa potencia, su omnipotencia divina en una caricia que transforme el mundo sin comprometer la libertad del amor?

Entonces ve una barca. Su pueblo está lejos del mar, y cada vez que ve la inmensa extensión de agua, cada vez que ve hombres capaces de enfrentarse a él se queda fascinado. Ahora contempla a esos dos hombres que están en la barca. Se parecen entre ellos, probablemente son hermanos. Uno, que debe de ser el mayor, manda y dirige, a veces de forma brusca, mientras que el otro tiene un aire taciturno y más reflexivo.

Están lanzando el copo, una red con una trama hecha a base de pértigas que tiene la forma de una jaula, de modo que a los peces les resulte difícil salir una vez que han entrado en ella.

En Nazaret la gente vive de la agricultura, de cultivar vides y de la ganadería. Es muy distinto ser agricultor, ser pastor o ser pescador. El agricultor echa las semillas, poda las vides. Sabe que, aunque en un primer momento no se ve nada, la semilla germina y dará fruto; sabe que la cepa retorcida de la vid echará hojas en primavera y dará uvas en otoño. El pastor sabe que las ovejas fecundadas parirán a su debido tiempo, y ve crecer su lana con regularidad. En cambio, el pescador  echa la red, pero nunca está seguro de conseguir una buena pesca. Cada vez que lanza el copo, su espera no puede hacer previsiones. Para el pescador, la red es la expresión de la espera frágil de una plenitud, de lo que el mar le va a dar o no, según su humor.

El pescador no cuida el mar como lo hace el agricultor con la tierra. El pescador no cuida su presa como lo hace el sembrador con las semillas, luego con los brotes y con las plantas según van creciendo. El pescador no cuida los peces como hace el pastor con sus ovejas. El pescador solo tiene que ocuparse de la barca y de las redes. Lo demás lo recibe como un don.

En Cafarnaún, Jesús veía con frecuencia a los pescadores en la orilla reparar sus redes, rotas aquí y allá. Su deseo de pescar muchos peces era forzosamente gratuito, pero era cuidado con esmero. La red era para ellos el instrumento fiel de su espera siempre gratuita.

¡Cómo corresponde, cómo se parece su presencia en el mundo a ese gesto de echar las redes en el mar, en la oscuridad de las aguas! ¡Cómo se parece al deseo de su Padre al mandarle en medio de una humanidad imprevisible y engañosa!

Jesús sonríe. No puede mirar nada sin relacionarlo con el Padre. El viñador le hacía pensar en su Padre, que trabaja la vida de los hombres para que den más fruto; el pastor le recordaba la ternura del Padre; el sembrador, la espera paciente del Padre después de haber sembrado la palabra.

Pero este gesto del pescador de echar las redes poseía un empuje y un ardor, pero también una impaciencia, que describían mejor que cualquier otro gesto humano el fuego que el Padre comunicaba a su corazón. ¡Hay que salvar a los hombres! ¡Hay que arrancar a los hombres de la muerte y de las tinieblas!

Entretanto, los dos pescadores habían retirado el copo. El botín no era excepcional, y el hermano mayor se lamentaba y parecía regañar al más joven, que le escuchaba con paciencia. Debía de estar acostumbrado a soportar su carácter. Ahora la barca se acercaba a la orilla y Jesús estaba tan cerca del mar que la espuma fresca de las olas mojaba sus pies polvorientos.

Miraba fijamente a los dos hombres, y un inmenso flujo de ternura se adueñaba de su corazón. Ambos se dieron cuenta de que les miraba, y Simón dejó de regañar a su hermano. «¿Por qué nos mira tan fijamente?», dijo a Andrés entre dientes. Continuaron haciendo en silencio las maniobras habituales de acercamiento, pero ahora su atención estaba atraída por completo por ese hombre, que parecía esperarles en la orilla.

Andrés susurró a Simón: «Sé quién es. ¡Es el Rabí al que conocí el otro día con Juan!». Pero al bajar de la barca, Simón vio que el hombre le miraba más a él que a su hermano. Nunca había visto un rostro tan bello. Un rostro triste y alegre al mismo tiempo.

Simón sintió que le invadía una dulzura inmensa, hasta el punto de que se olvidó de todo, de todo lo que le irritaba cada día: la barca, los peces, la pesca, el mar, su hermano, su mujer, su suegra. No existía nada más que ese rostro.

De repente una tristeza remota comenzó a surgirle desde dentro, como desde un abismo desconocido, una tristeza que nunca había experimentado antes. Con frecuencia estaba de mal humor, pero estar triste no era algo natural en él. Y, sin embargo, Simón sentía que esa tristeza le resultaba dulce.

Por así decirlo, la había bebido de los ojos de aquel hombre, como cuando se lanzaba sediento al cubo de agua que su mujer le tenía preparado cuando volvía de pescar, disgustado porque le había salpicado el agua del lago.

El hombre que estaba en la orilla parecía inmerso en sus pensamientos secretos, y sus labios parecían querer expresar una palabra. Simón se sorprendió deseando esa palabra, casi como si quisiera extraerla del misterio de aquella insólita presencia, como cuando se saca del mar una red que promete por el peso que tiene. Era como si de esa palabra dependiese la dirección hacia la que le arrastraría la tristeza que esos ojos comunicaban. Y Simón intuía que esa tristeza no le dejaba ninguna alternativa entre la salvación y la perdición. Sin saberlo, su rostro se volvía sereno, porque estaba olvidando las tensiones superficiales que le habían hecho fruncir el ceño. ¿Era posible que, gracias a aquel prodigio, el brusco Simón encontrara de nuevo el rostro de su infancia? Solo cuando sintió un extraño nudo en la garganta, se dio cuenta de que el hombre misterioso estaba cambiando su corazón. Entonces sonrió, y supo que ya había aceptado cualquier palabra que saliera de aquellos labios que ahora sonreían.

 

Preguntas:

a) ¿Vivo mi vida de congregante cada vez más como un seguimiento de la Persona de Cristo, vivo y

resucitado, o aún descubro inercias de “prácticas y cumplimiento de normas”?

b) ¿Voy -progresivamente- dejando todo en sus manos: mis planes, mis proyectos…o todavía me resisto

a “dejar zonas y aspectos de mi vida” en sus manos?

c) ¿Qué rasgo de la llamada de Jesús a Pedro me ayuda más en mi seguimiento de Cristo?

d) ¿Cómo respondo a la llamada de Jesús a vivir en la Congregación? ¿Cómo es mi respuesta?