I. «DARÉ MI VIDA POR TI»
Jesús dejó la jofaina y la toalla en un rincón de la sala. Se puso de nuevo la túnica y volvió a su sitio. Ninguno se atrevía a hablar o a preguntarle; los ojos de todos estaban fijos en la mesa, en la vajilla o en los alimentos que se hallaban dispuestos en ella. Solo Juan miraba al Maestro, atento a lo que pudiera hacer o decir. Había comprendido, al seguir a Jesús, que era importante mirarle; al observarle era posible captar el sentido de muchas cosas, aunque no siempre lograra comprenderlas. Juan había comprendido sobre todo que lo importante era amar a Jesús, que amarle era el mejor modo, es más, el único modo para entenderle. Pero también había comprendido que para amar al Señor era necesario aceptar sufrir, sufrir con Él. De hecho, ¿cómo se puede amar a alguien sin padecer por su sufrimiento?
Juan había seguido a Jesús de verdad, le había seguido en silencio, le había seguido con el corazón. Era como si hubiese seguido al Maestro allí donde Él iba con su corazón, y no solo con sus pasos, con sus decisiones, con su doctrina y sus obras.
En cambio, aquella tarde Pedro no se atrevía a dirigir la mirada hacia Jesús. Tenía demasiado miedo de su sufrimiento, tenía miedo de seguirle como Juan.
Instintivamente, como hacía a menudo, Pedro miró a Juan; miró cómo observaba a Jesús. Pero bajó enseguida los ojos, como si estuviese profanando el misterio de una amistad.
Jesús no tardó en romper el silencio. Les habló del servicio recíproco. Pero Simón no era capaz de permanecer atento, porque era como si las palabas no alcanzasen la misma profundidad del gesto del lavatorio de los pies y de la llamada de atención que poco antes le había dirigido personalmente el Maestro: «Si no te lavo, no tienes parte conmigo» (Jn 13,8).
Pedro ya solo temía una cosa: que le separaran de Jesús. Este miedo le había acompañado constantemente durante los tres años, y la herida del «Aléjate de mí, Satanás» nunca había cicatrizado. Pedro tenía miedo del mal que esa herida podía hacerle cada vez que se abría. Por eso medía las palabras y las reacciones instintivas. No habría podido soportar que el Maestro volviera a decirle algo parecido.
Se sentía mal por haber ofrecido resistencia al gesto de Jesús. Le parecía que había corrido el riesgo de que le rechazara. Se había apresurado a pedirle al Señor que le lavara también las manos y la cabeza, pero no estaba seguro de haber puesto remedio a su propia necedad.
Además, ¿qué significaba lo que Jesús había dicho al final: «Vosotros estáis limpios, aunque no todos» (Jn 13,10)? ¿Era tal vez él quien estaba sucio? ¿Qué quería decir estar limpios o sucios?
Pedro fue arrancado de estos pensamientos en el momento en que escuchó decir, con la voz rota por una angustia repentina: «En verdad, en verdad os digo: uno de vosotros me va a entregar» (Jn 13,21).
No era la primera vez que el Maestro les hacía este anuncio, pero nunca lo había hecho con semejante angustia.
Los doce se miraron unos a otros. Pedro se dio cuenta de que lo que más le turbaba no era tanto la presencia de un traidor entre ellos, y tampoco la perspectiva de poder ser él, sino el descubrimiento repentino de que Jesús estaba angustiado, de que el mismo Jesús tenía miedo.
Experimentó entonces el deseo de tranquilizar al Maestro y de defenderle de la amenaza que le turbaba. Tenía que descubrir de una vez por todas quién amenazaba con traicionar a Jesús.
Juan se encontraba entre él y Jesús. Le susurró: «Pregúntale por quién lo dice». Juan asintió. Pedro le observó cómo se inclinaba sobre el pecho del Maestro. Adivinó el contenido de su breve diálogo, sin oír nada. Pero Juan, en vez de transmitirle la respuesta, se colocó de nuevo en su sitio, mirando fijamente a Jesús.
Simón no se atrevió a distraer su atención y se puso también él a mirar a Jesús, que tomó un bocado, lo mojó en el plato y se lo ofreció a Judas. Este lo tomó con expresión tensa y cohibida, lo comió con rapidez y rehuyó la mirada que Jesús le dirigía con los ojos húmedos. Después Jesús le dijo algo y Judas salió sin despedirse de nadie, como si fuera a volver enseguida de la ciudad que ya se hallaba inmersa en la noche.
De forma extraña, en cuanto Judas cerró tras de sí la puerta de la gran sala, fue como si el ambiente perdiera la pesadez que oprimía a todos. No se volvió más alegre, sino más íntimo. Tristeza y angustia encontraban refugio entre ellos en la amistad que les unía a todos con el Señor. Solo en ese momento entendió Pedro que el traidor era Judas, pero no tuvo tiempo de dar salida a la agresividad contra él, porque Jesús se puso enseguida a hablarles con un tono de serena autoridad. Hablaba del Padre, del Espíritu que les consolaría, hablaba de amor, de amistad, de tristeza que se transformaría en alegría, de unidad entre Él y el Padre, de unidad entre ellos.
Pedro dejaba penetrar todas estas palabras en su corazón, sin preocuparse por comprenderlas, por retenerlas. Sabía que eran verdaderas porque las decía Jesús. No se separaban del Maestro: eran su Palabra, eran Él mismo. Solo tenía que preocuparse por estar cerca de Jesús, y Él le concedería comprender lo que tenía que comprender, y retener lo que tenía que retener.
Después Jesús unió a las palabras un gesto que se parecía a los ritos de la cena pascual de los judíos, pero que tenía algo distinto, un sentido distinto. Tomó el pan, lo bendijo, lo partió y se lo dio diciendo: «Tomad y comed, esto es mi cuerpo». Luego tomó el cáliz del vino y ofreciéndoselo les dijo: «Esta es mi sangre, sangre de la nueva alianza, derramada por vosotros para la remisión de los pecados».
Los apóstoles se pasaron titubeantes el pan y tomaron el vino. Lo comieron y lo bebieron porque Jesús lo deseaba. Pedro miró un instante el vino rojo en la copa que acercaba a sus labios. «Mi sangre derramada», pensó mientras bebía casi a regañadientes. ¿Quizá al beber estaba aceptando que Jesús derramase su propia sangre? ¡Jamás! ¡Nunca permitiría eso! Haría cualquier cosa para impedirlo. ¡Estaba seguro de ello!
Como si leyese en su mente, Jesús empezó a anunciarles que aquella misma noche todos le abandonarían, que todos cederían al miedo y huirían dejándole solo. Hablaba tranquilamente, sin sombra de reproche en el tono de su voz, que expresaba sobre todo una cierta conmoción. No miraba a ninguno en particular; era como si hablase consigo mismo, con los ojos fijos en el plato que estaba en el centro de la mesa, único testigo del cordero que acababan de comerse.
Sin embargo, Simón sentía estas palabras como si estuviesen dirigidas a él, como una respuesta a sus pensamientos, como si Jesús hubiese mantenido esta conversación solo con él. Exclamó con vehemencia: «¡Yo nunca cederé! ¡Nunca te negaré! Estoy dispuesto a ir contigo, por ti, a la prisión y a la muerte». Pero la vehemencia de sus palabras era como la de las olas ruidosas que chocan contra los escollos y se deshacen una tras otra en salpicaduras y espuma. Y el escollo era la mirada triste y mansa del Señor, hundido en una soledad que nadie podía ya pretender consolar. Pedro llegó incluso a añadir, pero ahora no era más que un gemido: «Daré mi vida por ti».
«¿Darás tu vida por mí?», empezó a responder Jesús, y parecía no querer terminar la frase, y Pedro lo habría preferido, porque ahora Jesús le miraba como cada vez que quería hacer penetrar una palabra en él, en lo más hondo de su corazón obstinado. «En verdad, en verdad te digo: No cantará el gallo antes que me hayas negado tres veces» (Jn 13,38).
Como para no dejar tiempo para una inútil y humillante réplica, o por piedad ante su sonrojo, Jesús se levantó e invitó a todos a salir.
Le siguieron sin comentarios, sin preguntas. La noche era fresca, los caminos estaban desiertos, pero solo se sintieron tranquilos cuando abandonaron la ciudad y entraron en un huerto que conocían, más allá del torrente Cedrón. Al entrar, un pensamiento traspasó el corazón de Pedro: «¡Judas también conoce este huerto!». Pero no tuvo tiempo para elaborar este pensamiento y el temor lleno de ira que implicaba, porque oyó a Jesús pronunciar su nombre, seguido de los de Santiago y Juan, y decir a los demás que se quedasen donde estaban. A los tres les hizo una seña para que le siguieran un poco más allá. Pedro pensó en la experiencia en el monte. ¿Se transfiguraría quizá Jesús delante de ellos otra vez? ¡Cuánto le confortaría en esa noche oscura y triste! Pero en cuanto Jesús, que les precedía entre los olivos de troncos atormentados por los siglos, se volvió hacia ellos, Simón descubrió a la luz de la antorcha una expresión de angustia que hizo que se desvaneciera cualquier ilusión.
Después de decir: «Mi alma está triste hasta la muerte·, quedaos aquí y velad conmigo» (Mt 26,38), Jesús se alejó en la noche. El destello de la luz de la antorcha iluminaba de tanto en tanto su silueta arrodillada. En cambio, su voz, en el silencio total de aquella hora, les llegaba con claridad. Pedro captaba palabras como «Abba», «cáliz», «tu voluntad»; palabras que Jesús repetía con insistencia, con obstinación.
Al quedarse solos, sin Jesús, los tres se miraban unos a otros desconcertados. «Velad conmigo», les había dicho. ¿Qué quería decir velar con Él? ¿Qué quería decir permanecer con Él en una oración en la que Él mismo se mostraba perdido y abandonado?
Durante los últimos tres años habían aprendido, mejor o peor, a rezar con Él, a rezar cuando Él rezaba. Bastaba con quedarse en silencio, repitiendo algún salmo, o la oración al Padre que Jesús les había enseñado. Habían comprendido que rezar con Jesús era como entrar en su oración, participar en su oración. Todo esto parecía haberse convertido para ellos en algo fácil. Sí, les tranquilizaba y restituía a su corazón la serenidad que con frecuencia perdían en medio de la muchedumbre ruidosa y opresiva.
Pero ahora todo aquello ya no tenía sentido. ¿Cómo podían rezar con Jesús, cómo podían entrar en su oración, si Jesús mismo no era ya para ellos un apoyo sólido, tranquilo, si la misma oración de Jesús era miedo, si Jesús parecía no estar ya unido al Padre, si Jesús parecía incluso luchar con el Padre?
Los tres se dieron cuenta de repente de cuánto dependía su consistencia interior de la del Maestro, y de lo dependientes que eran de lo que sucedía entre Jesús y Dios, su Padre. ¿Por qué les había llevado Jesús hasta su relación confiada con el Padre, si ahora esa relación parecía corromperse y conducir a la muerte?
Pedro miró a Juan, como para encontrar en él un apoyo en este abismo en el que todos se estaban precipitando junto al Maestro. Pero los ojos de Juan eran como el reflejo cercano de la angustia de Jesús.
Empezaba a hacer frío y la antorcha se apagaba. Simón se sentó, clavó la antorcha en el suelo árido y se envolvió en el manto, imitado por los demás. Se durmieron con un sueño pesado lleno de tristeza, sin pesadillas, porque la pesadilla les rodeaba.
¿Cuánto tiempo pasó? Se despertaron al oír la voz de Jesús, que estaba junto a ellos, pero la luz no bastaba para poner rostro a aquella voz triste. Les invitó a velar, a resistir al sueño y a la tentación. Después se alejó de nuevo.
Pedro se turbó y se puso de rodillas. «No caer en tentación»: ¿qué querían decir estas palabras de Jesús? Aquella noche era todo tan absurdo que las palabras no conseguían corresponder al significado de una realidad concreta.
Pedro intentó estar en vela, ¡pero estaba todo tan vacío en él y en torno a él! Ya no pensaba en nada. Ya no amaba nada. Ya no sufría…
Solo se dio cuenta de que se había dormido cuando Jesús vino por segunda vez y se dirigió directamente a él: «Simón, ¿duermes? ¿No has podido velar una hora?» (Mc 14,37). Pero no esperó una respuesta. Pedro habría querido ayudar a Jesús, estar cerca de él, pero sentía que Él se alejaba cada vez más hacia un lugar inaccesible para él. Simón se sentía como un padre impotente junto a un niño incurable que muere lentamente. Lo suyo no era sueño, ni lo era el de Santiago y el de Juan: era la única defensa que tenían frente a una realidad cuya tristeza iba más allá de la medida de su corazón.
Cuando la presencia y la palabra de Jesús les despertaron por tercera vez, la antorcha se había apagado completamente, pero la luna, entre las ramas de los olivos, marcaba la silueta del Maestro con una claridad extraordinaria. Pedro se dio cuenta enseguida de que Jesús ya no era el mismo de antes. Su voz era firme, determinada: «Ya podéis dormir y descansar. Mirad, está cerca la hora y el Hijo del hombre va a ser entregado en manos de los pecadores. ¡Levantaos, vamos! Ya está cerca el que me entrega» (Mt 26, 4546).
Ya no se trataba del lamento de un hombre afligido: eran las palabras de un capitán decidido a dar batalla. ¿Qué había sucedido mientras dormían? ¿Qué fuerza había recibido? Pero Pedro, al levantarse, se encontró muy cerca del rostro del Señor y un rayo de luna le hizo entrever que su piel estaba como recubierta de una pátina oscura. Levantó instintivamente la mano para tocarle una mejilla, pero justamente en ese instante llegó a sus oídos el murmullo de un grupo de soldados, e inmediatamente se vieron rodeados e iluminados por antorchas y linternas.
Entonces Pedro reconoció a Judas entre los primeros de aquella banda armada, y le vio acercarse apresuradamente al Maestro para darle un beso: la linterna que llevaba iluminó de nuevo el rostro de Jesús, y Simón vio que era sangre la pátina que lo recubría. No entendió lo que Judas y Jesús se dijeron. Solo le pareció escuchar la voz del Maestro que susurraba: «Amigo».
Esta palabra desencadenó en el corazón de Pedro la conciencia de que Jesús había sido traicionado. Hasta aquel momento, en el fondo, no había comprendido qué podía significar traicionar a Jesús. Intuyó que solo se puede traicionar a un amigo, y que en el fondo solo alguien que amaba como Jesús les amaba podía de verdad ser traicionado.
Una cólera irrefrenable se apoderó de Simón: desenvainó la espada que se había procurado y se lanzó contra los que rodeaban al Maestro, decidido a matar a Judas en primer lugar. Las tinieblas de la noche y las del odio le impidieron cualquier precisión. No logró más que herir a un guardia en la oreja, antes de ser inmediatamente inmovilizado por la brigada.
Jesús estaba tranquilo. Recriminó a Simón su violencia. Después curó al herido. «El cáliz que me ha dado mi Padre, ¿no lo voy a beber?» (Jn 18,11). Y dijo a los guardias: «Si me buscáis a mí, dejad marchar a estos» (Jn 18,8).
La calma del Maestro desconcertaba a todos: a los guardias, preparados por Judas para un arresto difícil y violento; a los discípulos, que esperaban que Jesús pidiese ayuda. Era como si hubiese sido el Maestro, y no sus enemigos, el que hubiese decidido y orquestado el arresto.
Los discípulos se sintieron invadidos por el miedo que Jesús parecía haber depositado en el corazón del Padre. Todos huyeron mientras Jesús, mirándoles, tendía tranquilamente las manos a las cuerdas que iban a atarle.
PREGUNTAS:
1. Con la Eucaristía, Jesús transformó la ejecución en cruz en un sacramento, en un sacrificio, para que tú también puedas recibir su vida entregada. ¿Qué sentimientos predominan en tu corazón al acercarte a la Eucaristía?
2. El Evangelio nos cuenta que, «en medio de su angustia, oraba con más intensidad» (Lc 22, 44). ¿Cuál es tu respuesta cuando la angustia, la tristeza o la oscuridad te visitan en tu vida? ¿Cómo reaccionas?
3. El tiempo de Cuaresma es una invitación que el Señor nos hace a través de la Iglesia a “estar en vela”. ¿De qué forma lo concretas en tu vida, en tu matrimonio, en la Congre?
4. “Ya no os llamo siervos, a vosotros os llamo amigos”. Al dejarnos entrar en su corazón, Jesús se ha hecho “vulnerable” a nosotros: un amigo no es indiferente a lo que le sucede a las personas que ama, es sensible a sus traiciones, a sus respuestas… ¿Qué experimentas al saborear que Jesucristo te llama “amigo” ?