1. «PERO POR TU PALABRA»
Simón y Andrés habían trabajado duro toda la noche sin pescar nada. La expectativa de la red arrojada reiteradamente a las aguas oscuras no se había visto cumplida. Es duro para el hombre, creado para desear la felicidad, no poder evitar el fracaso de sus expectativas.
Habían desembarcado con sus compañeros de trabajo. Lavaban las redes, signo no solo de que habían quedado defraudadas sus expectativas, sino de que habían quedado en ridículo por lo ridículo de su presa. Es mejor el vacío y el silencio total que una respuesta que agrave y posponga con la ilusión la amargura de la desilusión.
Y, sin embargo, si la pesca hubiese sido excelente, estos pescadores no habrían tenido el tiempo y la libertad de satisfacer el deseo del Rabí que se acercaba para pedir su barca como tribuna improvisada para su predicación. La multitud le apretujaba. Sobre la barca, un poco alejado de la orilla, podría hablar y ser escuchado con mayor facilidad.
Justamente cuando estamos más vacíos y desilusionados, Jesús viene a pedirnos que participemos en su misión. Solo después nos damos cuenta de que nuestro «sí» era libre porque nada podía justificar un rechazo.
Debido a su cansancio, Simón no captó gran cosa del sermón de Jesús a la multitud. Pero, de nuevo, el interés que este hombre le producía le resultaba dulce. En su presencia, de aquella noche infecunda quedaba el cansancio, pero no la amargura.
El discurso terminó por fin, lo cual no disgustó demasiado a los pescadores somnolientos. Con dos golpes de remo se disponían a arribar para bajar y arrastrar la barca hasta la orilla. Una mirada de Jesús los detuvo. La misma mirada del otro día, y Pedro, de nuevo, sintió en su corazón el deseo de esa palabra a la que nunca diría que no.
«Rema mar adentro y echad vuestras redes» (Lc 5,4).
Simón no se lo esperaba. Se había imaginado una orden propia de Rabí, algo más espiritual, incluso más exigente, una palabra que meditar largamente. ¿Por qué venía a entrometerse en su pesca? Era un tema del que el Rabí no entendía nada. Por otro lado, ahora no tenía sentido alguno. ¡Pescar a pleno día cuando la noche había sido completamente infructuosa! Si otra persona le hubiera hecho una propuesta como esa, le habría respondido maleducadamente. Pero a Él, Simón no podía responderle mal. Se limitó entonces a comentar: «¡Maestro, hemos estado bregando toda la noche y no hemos recogido nada!». Simón habría querido quedarse ahí. Pero casi sin quererlo, sin preverlo, se escuchó decir: «Pero, por tu palabra, echaré las redes» (Lc 5,5). Y para no pensar demasiado en su debilidad por condescender a la imprevisible voluntad del Rabí, se puso a remar enseguida para adentrarse en el mar y echar las redes, seguido de sus compañeros, todavía menos convencidos que él. Pero tuvo que reconocer que le resultaba dulce alejarse mar adentro con Jesús en la barca, como si se le hubiese regalado el tenerlo todo para sí, lejos de la muchedumbre que todavía le esperaba en la orilla para saludarle y tocarle.
Jesús parecía contento de navegar mar adentro, con el sol en lo alto reflejándose en el brillo del agua. Su rostro irradiaba una luz de infancia feliz, cuando ningún cálculo viene a nublar la gratuidad de los instantes llenos de belleza.
En el momento de echar las redes, Simón no pudo evitar pensar por un momento que el juego del Rabí le obligaría después a lavarlas de nuevo. Pero algo le decía que este pensamiento tenía un sabor rancio. No tuvo ni siquiera tiempo para alejarlo, porque al gesto poco convencido e indolente de echar las redes respondió de rebote una tensión que casi le hizo caer al agua.
Tiraron con todas sus fuerzas, y podían ver a través de la trasparencia diurna del agua que las redes estaban llenas, a punto de romperse. Todo fue tan rápido, tan sorprendente, que no tuvieron tiempo ni siquiera para preguntarse si estaban soñando. Todo era tan fuera de lo normal que un sentimiento de terror se adueñó de ellos; tal vez no era sino el peligro simple y real de ver su barca hundirse a causa del peso de las redes. Cual náufragos se pusieron entonces a gritar a los amigos de la otra barca que, llenos de asombro, les habían visto hacerse de nuevo a la mar sin entender por qué.
Habrían podido abandonar sin más las redes en el mar para salvarse. Pero a ninguno se le pasó por la mente semejante idea. Una misteriosa atracción les ligaba a esa pesca abundante; sin embargo, cosa extraña, no era avaricia por la ganancia lo que albergaba su corazón.
Todo sucedía muy deprisa, pero los instantes duraban como siglos, y todo era un entrelazarse de gestos nerviosos, de músculos en tensión, de sudor que corría por los rostros, un cruzarse de salpicones de agua, de gritos, de sonidos inarticulados que salían de sus pechos. Sin embargo, en medio de toda esta confusión, una sola imagen se grababa en la memoria de Simón a cada mirada: el rostro de Jesús que seguía mirándole sonriendo, casi divertido, aunque la barca se hubiese convertido en un lugar peligroso incluso para Él.
En uno de los momentos en que la mirada de Simón se cruzó con la de Jesús, fue como si el pobre pescador le gritara: «¡Maestro, ten piedad, basta! ¡Vamos a perecer!». ¿Fueron palabras dichas o solo un pensamiento? Entonces pudieron repartir la carga con la otra barca y volver a la orilla, donde cubría poco, rodeados de peces que coleaban todavía.
Con el corazón latiendo con fuerza por el esfuerzo y por la emoción, con el aliento entrecortado, como si estuviese recorrido por violentos sollozos, Simón avanzó como pudo entre los peces y alcanzó a Jesús, que estaba sentado en la popa. Se acercaba a Él, pero su presencia se había vuelto casi insoportable para él: eran demasiado distintos, estaban demasiado distantes, Él era «otra cosa» con demasiada evidencia. Sin embargo, le parecía que esa presencia era tan gratuita para él que solo Jesús era capaz de restablecer la justa distancia entre ellos.
Un sentimiento de indignidad se adueñó de su conciencia: todo lo que había en su vida de mezquino, de falso, de colérico, de superficial, de avaro, de orgulloso, de vil, se volvía ahora una masa dura y nauseabunda que producía ganas de vomitar.
Entonces se sorprendió gritando delante de todos: «¡Señor, apártate de mí, que soy un hombre pecador!» (Lc 5,8), y sabía que nunca había salido de sus labios algo tan verdadero.
Sin embargo, en el momento mismo en que pronunciaba esas palabras y se confundían con el rumor del agua, del viento y de la barca, Simón comprendió que también esas palabras eran falsas, que ya no eran verdaderas delante de aquel rostro, delante de la mirada de Jesús, que seguía mirándole en silencio. Esas palabras eran verdaderas dentro de él, en su corazón, en su humanidad, pero ya no eran verdaderas delante de Jesús. Sus labios no habían terminado de decir «¡Apártate de mí, Señor!», cuando su corazón gritaba ya con un sentimiento de desolación: «¡No! ¡Quédate conmigo, Señor! ¡Tómame contigo!».
La barca tocó el fondo rocoso cuando Simón estaba aún de rodillas delante del Señor. Jesús se puso en pie para bajar de la barca. Sonrió a Simón, levantó los ojos y los fijó lejos, en el horizonte dorado del mar en calma. «No temas; desde ahora serás pescador de hombres» (Lc 5,10). Simón comprendió que Jesús había escuchado el grito de su corazón.
2. «TE LLAMARÁS CEFAS»
Un día Jesús llamó a Simón y le dijo: «Tú eres Simón, el hijo de Juan; tú te llamarás Cefas (que se traduce Pedro)» (Jn 1,42).
¿Qué significa un encuentro que cambia incluso tu nombre?
Simón intuyó que, si Jesús se arrogaba el derecho y se tomaba la libertad de llamarle con un nombre nuevo, eso quería decir que la relación con Él era una llamada a convertirse en alguien distinto del que era a sus propios ojos y a los ojos de los demás. Fue la misma mirada de Jesús la que legitimaba su misterioso derecho de destinar a Simón a llegar a ser alguien distinto del que creía ser. Jesús demostraba saber perfectamente quién era él, el hermano de Andrés: «Tú eres Simón, el hijo de Juan». Jesús le llamaba precisamente a él a convertirse en otro distinto, aunque siguiera siendo él mismo.
En un instante, Simón percibió que toda la distancia entre lo que era y este «Cefas, Pedro» en el que tenía que convertirse era colmada misteriosamente por la profundidad de aquellos ojos, tan dulces y terribles, que le miraban fijamente. Dulces, porque Simón nunca se había sentido comprendido así, acogido y perdonado como se sentía ante aquella mirada. Terribles, porque Simón nunca había considerado como en ese momento la importancia de su vida y de su libertad. Jesús le aferraba totalmente, y sin embargo bastaba poco para decir que no, para sustraerse a Él, para escapar de Él para siempre. Ni siquiera era necesario decir que sí o que no. Bastaba con seguirle o con dejarle partir sin más olvidándose de Él.
¿Olvidarse de Él? ¿Habría podido en verdad olvidarse de Él?
Y este nombre… ¿Qué haría Simón con este nombre nuevo: Cefas? ¿Lo conservaría como un simple sobrenombre? Pero un sobrenombre recuerda casi siempre un aspecto cómico de una persona o de una vida, o bien un oficio o las tareas que uno ha realizado en el pasado. Por el contrario, para él «Pedro» sería el recuerdo del momento más dramático de su vida y de una tarea nunca realizada, de una misión nunca cumplida.
Pero, en realidad, ¿de qué tarea, de qué misión se trataba?
Jesús no le daba ninguna explicación, no le trazaba programa alguno. Jesús no le ofrecía otra perspectiva más que su mirada que, cuando le miraba fijamente, parecía pasar a través de él hacia un futuro sin fin, en el cual el nombre nuevo, ese sobrenombre, y Simón con él, habrían encontrado todo su significado y su cumplimiento.
Pero ¿necesitaba verdaderamente conocer de forma anticipada este futuro sin fin? Simón se sorprendió de no dedicar a eso ni un solo pensamiento, él que era normalmente tan escrupuloso con las previsiones y los preparativos de cada expedición de pesca.
No, Simón no pensó en el futuro. ¿Pensó quizá en su mujer, en su familia, en su casa, en su barca, en sus asuntos? Sí, pensó en todo ello; es más, lo vio todo en un instante y con extrema claridad, y cada cosa en su más mínimo detalle. Nunca había visto todo lo que componía su vida con tanta claridad; y cada cosa se volvía importante, de modo que su corazón experimentó tristeza por la distracción y la superficialidad con las que hasta entonces había tratado a su mujer, a su hermano, a su gente, su trabajo, su casa, su barca, las redes y a sí mismo. Se dio cuenta de que ahora miraba todo eso como si en sus ojos no hubiese otra cosa sino la mirada de Jesús.
¿Cómo podía abandonar todo aquello que ahora se volvía más importante que nunca?
Simón sentía que esa mirada le acercaba a todo y a la vez le hacía libre de todo. Todo quedaba suspendido de la mirada de Jesús. Simón comprendió, turbado, que en ese momento no se jugaba solo su destino, sino también el de su mujer, el de su familia, el de Andrés, el de su casa y su barca, el de los que trabajaban con él. Como en un torbellino cada vez más rápido, vio que incluso el destino del mar, de los peces, de los árboles, de las montañas, del cielo, de las estrellas, todo, absolutamente todo, dependía de su decisión frente al Señor. Tuvo miedo, pero qué milagro percibió que incluso su miedo, como ante la luz de un rayo, había sido acogido ya en la mirada de Jesús.
Entonces Simón dejó todo para que no se perdiera nada.
Preguntas:
a) Hemos leído: “Cuando estamos más vacíos y desilusionados, Jesús viene a pedirnos que participemos en su misión”. ¿Cómo vamos “gestionando” nuestros aparentes fracasos en la vida personal, matrimonial/juvenil o congregacional, cuando sabemos -por fe- que Jesús nos asegura que nuestra vida siempre será fecunda? Solo nos pone como condición que permanezcamos con Él.
b) ¿Entendemos que la “eficacia” de Jesús es distinta a la nuestra? La suya viene por la confianza en el Padre y la nuestra, por “la confianza” en nuestras mañas y cualidades. ¿Cómo ir pasando de una vida que mira y confía en mis “planes, fuerzas y expectativas” a una vida que se va fiando cada vez más en Jesús y en su providencia?
c) En Simón Pedro, vemos cómo el encuentro con Jesús le cambia la vida. ¿Cuido los momentos diarios de encuentro con Jesús: a) la Eucaristía, la oración diaria, el examen de conciencia, la lectura espiritual; b) en la escucha de mi esposo/-a, de mis hijos, c) en la atención a los enfermos y a los pobres, a las personas que están solas? ¿En qué voy notando que me cambia la vida? Sería bueno ir viendo algunos aspectos concretos, pues en lo “concreto se verifica el amor de Dios”.