1. Descargar.pdf
  2. Folleto.pdf
  3. 1.- «MÁNDAME IR A TI SOBRE EL AGUA»
    Durante sus peregrinaciones, Simón solía pensar en las primeras palabras que le había dicho a Jesús: «Pero por tu palabra echaré las redes». Lo único que hacía era responder sencillamente a Jesús, que le pedía que remara mar adentro y echara les redes. Pero ahora había comprendido que cada palabra que intercambiaba con Jesús tenía una vida, una historia que se prolongaba mucho más allá de la circunstancia en la que había sido pronunciada. Cuántas veces, por ejemplo, cuando Pedro dejaba que emergieran los aspectos negativos de su carácter, cuando se ponía a murmurar contra los otros compañeros que Jesús había elegido, o contra la vida incómoda que llevaban, o contra la muchedumbre que le atormentaba y le ahogaba, cuántas veces se había repetido interiormente la invitación de Jesús: «¡Rema mar adentro, hacia aguas profundas!». Simón amaba esta frase, él, el pescador arrancado de su oficio.
    Pero las palabras de Jesús no eran lo único que seguía viviendo misteriosamente en su conciencia. Lo que él le decía a Jesús adquiría también con el tiempo un sentido más profundo, un poco como el vino, que mejora según envejece.
    «Pero por tu palabra…». ¿Había sido él, Simón, el que había encontrado esta expresión? En cualquier caso, ¡era tan justa! Durante todo el tiempo que había transcurrido siguiendo a Jesús, cuántas veces se había sorprendido Pedro sin entender nada. Pero siempre se podía repetir a sí mismo y también a Jesús: «Pero por tu palabra» continuaré; «por tu palabra» haré esto y lo otro; «por tu palabra» me esforzaré por aceptar y cumplir lo que me parece imposible. Y es verdad que cuando lo hacía todo iba mejor, para él y para los demás.
    «Pero por tu palabra»: hasta el «pero» estaba bien dicho, porque una y otra vez se trataba de aceptar una cierta contradicción, de abrazar algo que no habría querido hacer si el mismo Jesús no se lo hubiera pedido, o no lo hubiera dicho a los discípulos y a la muchedumbre en su predicación.
    «Por tu palabra». Las palabras del Maestro eran en verdad algo sobre lo que uno se podía apoyar, algo sobre lo que se podía caminar para avanzar, como esas piedras que se arrojan al torrente para poderlo atravesar a saltos arriesgados, pero a la vez prudentes.
    Cuando a Pedro le costaba algo, buscaba en lo que conservaba en su memoria de las enseñanzas de Jesús una palabra sobre la que poderse apoyar, aunque a veces esa palabra hubiera sido dura para él, incluso aunque esa palabra le hubiese herido. Estaba seguro de que de un modo u otro esa palabra le ayudaría a caminar, a ir más allá. Y si su memoria no encontraba una palabra útil entre todas las que Jesús había dicho en el pasado, iba directamente a Él y se la pedía expresamente. Jesús encontraba siempre la palabra justa; iba siempre a lo esencial, y le permitía mirarlo todo bajo una luz nueva. ¡Qué feliz era cuando recibía de la boca del Maestro tales tesoros! Los conservaba celosamente, se los repetía continuamente, los meditaba sin descanso. ¡Era tan grande el bien que le hacían!
    «Pero por tu palabra». Sí, sobre las palabras de Jesús, aunque paradójicas, uno podía apoyar verdaderamente toda su vida, todo lo que llevaba en el corazón.
    Fue así como Simón trató un día de superar los límites de lo posible apoyándose en la palabra de Jesús. Era poco después de la ejecución del Bautista. En cuanto se enteró Jesús, rodeado como siempre por una multitud ruidosa y exigente, les pidió que partieran en barca hacia un lugar desierto. Necesitaba estar solo, y era comprensible, porque quería mucho a Juan el Bautista, que era además su pariente. Pedro y los demás conocían a la perfección los rincones tranquilos de su inmenso lago. Pero es difícil esconder una barca en pleno día, y desde la orilla la gente seguía sus movimientos, de modo que, cuando llegaron, la gente ya había ocupado ese lugar desierto. Simón habría querido volver a partir enseguida, diciéndoles que el Maestro estaba viviendo un gran luto y que debían respetar su dolor. Pero Jesús, que miraba a la gente desde la barca, hizo un gesto casi imperceptible con la mano, pronunciando un «¡Déjalo!» con un tono decidido que contrastaba con la debilidad de su voz.
    Así sucedía siempre. Podía estar totalmente recogido en oración o muerto de cansancio, pero en cuanto se encontraba ante la miseria de los hombres, poco importa que se tratase de la muchedumbre o de una sola persona, Jesús solo se interesaba por ella. Y aquella tarde no se limitó a una larga enseñanza y a las curaciones: multiplicó cinco panes y dos peces, y logró con ello alimentar a miles de personas.
    Finalmente despidió a la gente, y esta vez quiso estar solo de verdad. Obligó incluso a los discípulos a partir con la barca, diciéndoles que ya se las arreglaría para reunirse con ellos al día siguiente en Genesaret. No era razonable, pensó Pedro. Pero ¿quién osaría objetar nada a alguien que hacía semejantes milagros?
    A decir verdad, Simón tenía otra razón para preferir quedarse allí con Jesús: el viento no era en absoluto favorable, y esa travesía nocturna les agotaría. De nuevo Simón se dijo a sí mismo: «Pero por tu palabra», subrayando el «pero» con un ligero acento de cólera, y zarpó con los demás, mirando a Jesús que ya les volvía la espalda, un poco inclinada por el cansancio, mientras subía a la colina.
    Pronto se hizo de noche, y con ella el viento contrario adquirió mayor potencia. Eran zarandeados como una paja al viento, y Simón pensó que afortunadamente tendrían que agotarse remando, porque en caso contrario habría murmurado contra Jesús, que les había lanzado a esa aventura sin el más mínimo sentido común.
    Es verdad. Habrían podido pasar la noche donde estaban, saciados como estaban de panes y peces. Nadie le habría impedido a Jesús retirarse a rezar lejos de ellos. ¿Por qué hacerles pasar por estas condiciones extremas en las que incluso peligraba su vida?
    La primera palabra que Jesús le había dicho un día le atravesó la mente como un rayo: «Rema mar adentro y echa las redes» (Lc 5,4). Pero en aquel momento, respondió Pedro a su mismo pensamiento, era de día, el lago estaba tranquilo y podían pescar. Ahora, en cambio, no tenían instrumento alguno para la pesca, y hasta los remos eran impotentes frente a la furia del mar.
    Una extraña desesperación se adueñó de su corazón. Había abandonado todo para seguir al Rabí, porque la pesca extraordinaria del primer día prometía maravillas a quien se fiaba de su palabra. ¿No se había precipitado tal vez un poco? ¿Había sacrificado quizá su vida por un loco? Hasta el mismo Juan el Bautista, considerado por su hermano Andrés y por Juan el de Zebedeo como un gran profeta, había sido eliminado. ¿Por qué se había inmiscuido en los amores de Herodes? Todos saben que los reyes no son santos. Ni siquiera David lo fue. Dios mismo juzgará a los poderosos. También Jesús jugaba con fuego. Decía cosas que la gente, antes o después, no le perdonaría.
    Simón sentía crecer en él la ira, pero cuando le llegaba a la garganta, contrariamente a sus costumbres, no explotaba en insultos o palabrotas: se transformaba ante todo en un nudo amargo y en un deseo irrefrenable de llorar. De hecho, no sabía si ya estaba llorando o no, pues el peligro de la situación y los salpicones violentos de agua cubrían en los rostros de todos, la expresión de los sentimientos. Pero Pedro sabía que no era el miedo por la tempestad lo que dibujaba el sufrimiento en su rostro.
    Su mente estaba tan saturada de pensamientos delirantes de angustia y de desilusión que en ese momento no se preguntó si la imagen que aparecía y desaparecía entre las olas podía ser alguien de carne y hueso. Fueron los demás los que gritaron: «¡Un fantasma! ¡Un fantasma!», al tiempo que lanzaban gritos inarticulados. Esta visión venía a romper la última cuerda de sus espíritus ya demasiado probados por el cansancio, por el peligro y por el miedo de toda la noche. Pero he aquí que precisamente en el abismo de la locura, una voz, una voz cálida, tranquila y familiar, llegó hasta ellos, más a su corazón que a sus oídos confundidos por el rugido del mar.
    «¡Ánimo, soy yo. No tengáis miedo!» (Mt 14, 27).
    Pedro sintió que esa voz no le hablaba del miedo de la tempestad y del viento, sino de la angustia en la que se había dejado caer con sus pensamientos de las últimas horas. El fantasma no era esa presencia que caminaba sobre las aguas, sino ese Jesús que se había imaginado en la rabia y en la desilusión desesperada de la noche. Para huir de ese fantasma que habitaba en su corazón sintió una necesidad inmensa de hablar con Jesús, de dialogar con Él; porque Jesús era verdaderamente real para él cada vez que se hablaban. Experimentaba una necesidad tan grande de tocarle, de sentirle cercano, un deseo tan ardiente de ir hacia Él que no se detuvo ni siquiera a reflexionar que bastaba con esperar a que Él subiese a la barca.
    Pero, sin quererlo verdaderamente, las palabras que salieron de su boca tenían un tono de desafío, y en ese instante comprendió que todavía no había perdonado del todo a Jesús el haberle lanzado al abismo de desesperación y de locura de aquella noche.
    «Señor, si eres tú, mándame ir a ti sobre el agua» (Mt 14,28).
    Locura por locura. Por la palabra de Jesús había aceptado lanzarse ciegamente a aventuras irracionales, ¡caminar sobre las aguas no era más imprudente que atravesar el mar en plena tempestad en una frágil barca de pesca!
    Sin embargo, la respuesta de Jesús le sorprendió: «¡Ven!». Por un instante, Pedro consiguió ver el rostro del Maestro, pero no distinguió si la expresión de su mirada era una sonrisa divertida o la compasión de un padre. Pedro saltó por encima del parapeto de la barca ante la mirada incrédula de sus amigos. Su pie no había tocado aún el agua cuando Simón supo que era Jesús hacia el que él caminaba. Cómo caminó sobre las aguas, él mismo nunca consiguió describirlo, y enseguida sintió la necesidad de que el testimonio de los demás discípulos le confirmara lo que verdaderamente había sucedido. Recordaba un extraño sentimiento de euforia, un poco como la primera vez que su padre J1;1an le permitió salir con él a mar abierto.
    Jesús no se movía. ¿Estaba cerca? ¿Estaba lejos? Era imposible determinarlo. Era como si la distancia entre él y el Señor variase según los pensamientos y sentimientos de su corazón. En el preciso instante en que Simón experimentó el orgullo por lo que estaba haciendo, un enérgico soplo de viento se insinuó entre él y Jesús y, cosa extraña, le quitó toda visibilidad del Maestro. Lejos de su barca, sin Jesús ante sus ojos, se encontró de golpe suspendido sobre el mar agitado. No podía más que hundirse. Y, de hecho, sintió que se hundía, no solo en el agua, sino también en el abismo de pensamientos oscuros y de dudas que le habían atormentado toda la noche. Su angustia era total: se daba cuenta de que no se estaba hundiendo por debilidad, sino por orgullo, y que la muerte habría sellado no su impotencia, sino su rebelión. Justamente en ese momento percibió la mirada de Jesús. Y a esa mirada, que le perdonaba todo, Pedro se aferró con un grito que parecía salir de las entrañas de toda su existencia: «¡Señor, sálvame!» (Mt 14, 30). No medió tiempo alguno entre el grito y la mano que agarraba la suya, una mano firme y cálida como una orilla soleada.
    2. «TÚ ERES PEDRO»
    Los meses pasaban, los discípulos seguían a Jesús a todas partes, pero cada vez resultaba más difícil saber a dónde les estaba conduciendo el Rabí. El entusiasmo de la muchedumbre no disminuía, pero crecía también la hostilidad de los máximos exponentes de su religión. Por otro lado, Jesús no hacía nada para congraciarse con ellos. Según la ley, frecuentaba a gente impura; con sus milagros violaba el sábado y esto desconcertaba a todos, porque era evidente que hacía el bien, pero la ley es la ley, y ¿qué proviene más de Dios: la ley o los prodigios?
    Además, Jesús, tan dulce con todos, incluso con los romanos y los publicanos, llegaba a ser muy duro cuando se dirigía a los fariseos y a los saduceos. El populacho se alegraba de ello, porque estaba harto de su prepotencia y de su avidez, pero todos pensaban que la hostilidad entre el Rabí y los notables no llevaría a nada bueno, porque ellos eran poderosos y fanáticos, mientras que Jesús solo se rodeaba de personas de escaso relieve social.
    Con el tiempo, los discípulos se dieron cuenta de que Jesús también se volvía más exigente con relación a ellos. No es que les pidiese cosas difíciles o gravosas, al contrario: en cuanto a ayunos, vigilias y observancia era mucho menos exigente que el Bautista o que los fariseos. En el fondo, Jesús solo tenía una exigencia con relación a ellos: la de la confianza en Él. Solo cuando se daba cuenta de que les faltaba esa confianza se volvía duro con ellos y se enfadaba. Y una y otra vez tenían que admitir que en verdad eran estúpidos y de memoria frágil por olvidar que podían confiar en Él sin reservas. Pero ya podían repetírselo mil veces, que cada vez que se presentaba una nueva ocasión, recaían inevitablemente en las reacciones habituales de miedo, de duda, de preocupación; como esa vez en que se preocuparon porque no habían comprado pan, poco después de que Él hubiera multiplicado los panes y los peces por segunda vez, alimentando a algunos miles de personas.
    Su falta de fe les dolía sinceramente, pues veían que esa incredulidad hería a Jesús. En cambio, con frecuencia veían a pobre gente, incluso entre los paganos, que demostraban tener en Jesús una confianza ilimitada. Y eso que esas personas no habían asistido a todos los signos prodigiosos de los que ellos habían sido testigos en primera fila, y no gozaban día y noche, como ellos, de la presencia y de la amistad del Señor. Jesús no perdía una sola ocasión para ensalzar y alabar la fe de esas personas, obligando a reflexionar a los discípulos avergonzados y tristes.
    En definitiva, según pasaba el tiempo, más percibían que el único fruto de su vida de seguimiento de Jesús era el dolor por su falta de fe, el dolor por no saber otorgar a Jesús esa confianza que era el único en el mundo en merecer.
    Un día, en la región de Cesarea de Filipo, Jesús les sorprendió a todos con una curiosa pregunta: «¿Quién dice la gente que soy yo?» (Mc 8,27). Ellos respondieron que para algunos era el Bautista, para otros Elías o Jeremías o alguno de los profetas. A decir verdad, esa pregunta les creaba cierto malestar, porque estaban preocupados por lo que la gente pensaba de su Maestro, y temían que Jesús les acusase de depender demasiado de la opinión pública. Jesús escuchaba impasible los nombres que los discípulos le decían apurados. El silencio que siguió a continuación les hizo pensar que el tema no pasaría de ahí. Pero de repente el Maestro se paró, se dio la vuelta y les miró. Su mirada sabía mirarles a todos juntos a la vez y a cada uno individualmente. «Y vosotros, ¿quién decís que soy?» (Mc 8, 29).
    Cada uno de ellos se puso a reflexionar, pero cada respuesta que quería salir de sus labios se rompía en pedazos al toparse con la mirada dulce del Señor. La incapacidad de responder a esta pregunta les hacía vacilar. ¿Cómo era posible? Lo habían dejado todo por Él, le seguían desde hacía más de dos años, soportaban con Él todo tipo de penalidades, ¡y ni siquiera sabían decir quién era Jesucristo para ellos! ¡Ojalá el mismo Jesús les hubiese sugerido la respuesta! ¡Ojalá hubiese bajado la respuesta desde el cielo! Porque ellos no podían, no sabían formularla. Jesús era un misterio, pero sencillamente no sabían declararlo así. Entonces, cuando Pedro habló, su voz resonó como el eco que un abismo profundo y vacío devuelve a un trueno venido del cielo: «Tú eres el Mesías, el Hijo del Dios vivo» (Mt 16, 16).
    Pedro se quedó tan sorprendido de su respuesta que se preguntó si la había dado él realmente o había sido otro del grupo. Instintivamente pensó en Juan. Como en un sueño acogió entonces las palabras que Jesús le dirigió, palabras que sin embargo no podía pensar que estuviesen dirigidas a otro: «¡Bienaventurado tú, Simón, hijo de Jonás!, porque eso no te lo ha revelado ni la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en los cielos. Ahora yo te digo: tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y el poder del infierno no la derrotará» (Mt 16, 17-18).
    Sí, Pedro acogió esas palabras como en un sueño, pero era como si cada una de ellas se grabara, se esculpiera en él para siempre. Su pobreza y su miseria eran como una piedra lisa que quedaba grabada con esas palabras por la potencia que procedía de Jesús. No entendía nada de esas palabras, pero sabía que ahora estaban esculpidas en él, y que su vida y su persona ya no tendrían otra forma más que esas palabras. Se produjo después un silencio. Jesús seguía mirando a Pedro, y con él los demás discípulos. Simón bajó los ojos como un niño tímido. Nunca se había sentido tan pequeño, tan en último lugar. Cuando los levantó de nuevo, Jesús había emprendido otra vez el camino, y Pedro se sintió feliz de seguirle.
  4. Preguntas:
    a) Para empezar: ¿Cómo voy de confianza en el Señor, hoy, en mi vida ordinaria y en la CMA?
    b) Hubo un momento en que el Señor me miró, me llamó y, como Pedro, he querido responder echando las redes. Sin embrago, hoy me encuentro que muchas veces me es difícil “meter a Dios en mi vida”, “meter a Dios en mi día a día”. ¿Cuáles son las mayores dificultades que encuentro para vivir mi relación con el Señor, hoy? (Ejemplos concretos)
    c) Jesús habla al corazón. «El corazón es el lugar de la sinceridad, donde no se puede engañar ni disimular. Suele indicar las verdaderas intenciones, lo que uno realmente piensa, cree y quiere, los “secretos” que a nadie dice. En el libro de Jueces Dalila le reclamaba a Sansón: «¿Cómo puedes decir que me quieres, si tu corazón no está conmigo?» (Jc 16, 15). ¿Me cuesta abrir y mostrar mi corazón con aquellos que más me quieren y me conocen? ¿Y con el Señor? ¿Por qué?
    d) El Señor continuamente nos invita, como a Pedro, a confiar. No se cansa de repetirnos «¡Animo, soy yo. No tengáis miedo!», «No temas, Yo estoy contigo». No se escandaliza de nuestras dudas, y pecados. ¿En qué lo he notado últimamente?
    e) Jesús nos ha llamado a todos a una misión, nos llama a “en todo amar y servir”. Nos invita a que nuestra vida sea una continua respuesta a Su voluntad. Primero nos mira y deposita en nosotros su mirada y su confianza. Puedo confiar en Él, porque Él ya está confiando en mí. ¿A qué creo que me está llamando hoy, en lo concreto?