jueves, febrero 1st, 2024
Publicado por congregacion
Tema 6. ‘Qué pueden aprender los padres de la tierra del Padre celestial’ (R. Cantalamessa, Un himno de Silencio, Burgos 2001, 227-244).
(Clave de lectura: En torno a la fiesta de san José, reflexionamos y oramos sobre la paternidad divina y sobre la paternidad humana).
Esta es una ‘clase’ de san Pablo sobre el Padre Dios… El punto de partida nos lo ofrece un texto de la Carta a los Efesios: «Doblo las rodillas ante el Padre, de quien toma nombre toda paternidad en el cielo y en la tierra» (Ef 3,14). Este texto nos interesa porque establece una estrecha relación -una relación de dependencia- entre Dios Padre y los padres de la tierra, y a esto precisamente queremos dedicar esta meditación: a ver cómo el descubrimiento de la paternidad de Dios puede tener una “incidencia” benéfica también en la sociedad de nuestros días que en ciertos aspectos es una sociedad huérfana de padre.
Y en primer lugar veamos qué significa la expresión “paternidad en el cielo y en la tierra”. La palabra que traducimos con “paternidad”, en el texto griego original tiene un sentido mucho más amplio del que tiene para nosotros. Designa, sí, la relación padre-hijo, pero también el vínculo que une a todos los que descienden de un mismo cabeza de familia, o que están unidos entre sí por vínculos familiares y de sangre, estirpe, linaje, familia. La paternidad “en el cielo” indica la familia de los seres celestiales, la “familia de allá arriba”, como la llamaban los judíos. Es interesante observar cómo también Juan, en su primera carta, establece una relación entre paternidad humana y paternidad de Dios: «Os escribo, padres, que ya conocéis al que existía desde el principio. Os escribo, hijos, que ya conocéis al Padre» (1 Jn 2,13-14). En la Biblia observamos este hecho: que lo humano sirve de símbolo para lo divino y lo divino sirve de modelo para lo humano. Me explico: la revelación utiliza las experiencias humanas -amor materno, paterno, esponsal, de pastor, de amigo- para hablarnos con ellas del amor trascendente de Dios; pero luego nos presenta constantemente a Dios como el modelo de esos mismos amores humanos. Mirando cómo ama Dios aprendemos cómo deberían amar un padre o una madre a su hijo, el esposo a la esposa, el pastor a su rebaño, etc.
La relación entre paternidad divina y paternidad humana funciona, pues, en sentido inverso a lo que nosotros solemos imaginarnos: no es Dios el que, por analogía humana, es llamado Padre, sino que son los hombres quienes reciben de Dios el nombre de padres: «No es porque tú tengas un padre o porque los hombres tengan padre, por lo que llamamos a Dios ‘Padre del cielo’, sino que es, como dice el Apóstol, porque de él toma nombre toda paternidad en el cielo y en la tierra. Por eso, incluso si hubiese tenido el padre más cariñoso que pueda existir entre los hombres, éste seguiría siendo, a pesar de sus mejores intenciones, un padrastro, una sombra, un reflejo, una semejanza, una imagen, un discurso borroso sobre la paternidad de la que toma nombre toda paternidad en el cielo y en la tierra» (S. Kierkegaard, Discursos edificantes).
Intentemos, pues, conocer lo que Dios, como Padre, puede enseñar a los padres de la tierra. A la luz de la afirmación: ‘Dios es padre y madre a la vez’, hoy en el término de “paternidad” tenemos que incluir tan1bién el de “maternidad”: de Dios no proviene sólo toda paternidad humana, sino también toda maternidad. En otras palabras, no sólo los padres humanos tienen que aprender algo de Dios, sino también las madres. De todas formas, no creo que se enfaden conmigo las madres si en este momento insisto más especialmente en la relación padre-hijo. De todos es bien sabido cómo ellas son las primeras que sufren y que pagan el pato cuando existe una mala relación entre su marido y los hijos.
Una relación humana tan universal y vital como la relación padre-hijo, y, sin embargo, cuando ahondamos con serenidad y objetividad en el corazón del hombre, descubrimos que, en la mayor parte de los casos, una buena relación, intensa y serena, con los hijos es, para el hombre adulto y maduro, tan importante y tan gratificante como la relación ‘hombremujer’. Y sabemos lo importante que es también esta relación para el hijo o la hija, y el tremendo vacío que deja su ausencia.
Según la Sagrada Escritura, de la misma manera que la relación hombre-mujer tiene su modelo en la relación Cristo-Iglesia, así la relación padre-hijo tiene su modelo en la relación entre Dios Padre y su Hijo Jesús. Pero al igual que el cáncer suele atacar a los órganos más delicados del hombre y de la mujer, así la fuerza destructora del pecado y del mal ataca a los ganglios más vitales de la existencia humana. No hay nada que esté tan expuesto al abuso, a la explotación y a la violencia como la relación hombre-mujer, y no hay nada que esté tan expuesto a la deformación como la relación padre-hijo: autoritarismo, paternalismo, rebelión, rechazo, incomunicabilidad.
No hay que generalizar. Hay también casos de relaciones hermosísimas entre padres e hijos. He conocido a jóvenes que acababan de perder a su padre. Uno de ellos. sobre todo, estaba inconsolable. La muerte de su padre le había hecho comprender el lugar que ocupaba en su vida y no se resignaba a no haber sabido decírselo a tiempo y a tener que conformarse con ir ahora a decírselo, llorando, en el cementerio. Pero, lamentablemente, sabemos que existen también, y que son más numerosos, los casos negativos de relaciones difíciles entre padres e hijos. Es inútil intentar analizar las causas de los mismos, que ciertamente son muchas. Al hablar del sufrimiento de Dios Padre, nos acordamos de aquella exclamación que leemos en Isaías: “Hijos he criado y educado, y ellos se han rebelado contra mí” (Is 1,2). Creo que muchos padres, hoy en día, saben muy bien por experiencia lo que quieren decir estas palabras. El sufrimiento es mutuo. Hay padres cuyo mayor sufrimiento en la vida es sentirse rechazados, y hasta despreciados, por sus hijos. Y hay hijos cuyo más profundo e inconfesado sufrimiento es sentirse incomprendidos o rechazados por su padre, o que, en un momento de cólera, tal vez han oído a su padre decirles a la cara: “¡Tú no eres mi hijo!”
¿Qué se puede hacer para suavizar estas dolorosas situaciones? En primer lugar, recuperar la fe en la paternidad, que no es únicamente un factor biológico, sino un misterio y una participación en la paternidad de Dios. Pedirle el Espíritu Santo. Después, esforzarse también por imitar al Padre celestial. San Pablo describe en estos términos la relación padres-hijos: «Hijos, obedeced a vuestros padres en todo, que eso le gusta al Señor. Padres, no exasperéis a vuestros hijos, no sea que pierdan los ánimos» (Col 3,18-21). A los padres les aconseja que “no exasperen” a sus hijos; o sea, de manera positiva, que tengan paciencia y que sean comprensivos, que no lo exijan todo al instante, que sepan esperar a que los hijos maduren, que sepan disculpar sus fallos. Seguro que un padre tiene la obligación de corregir. ¡Y mucho cuidado con viciar a los hijos, como ocurre con frecuencia en nuestros días! Dios nos ama, pero no nos vicia… Pero tampoco hay que pasar todo el tiempo riñéndolos y echándoles en cara lo que no hacen bien. También hay que animarlos por sus esfuerzos, por pequeños que sean. Transmitirles una sensación de libertad, de protección, de confianza en sí mismos, de seguridad. Como hace Dios, que dice que quiere ser para nosotros una “roca protectora”.
Al corregirlos, hay que saber distinguir claramente lo que no está bien y no dar un juicio negativo sobre todo lo que hacen el hijo o la hija, con frases como: “De ti no se puede sacar nada en limpio”, “ya lo sabía”, “tú siempre lo mismo”, “nunca cambiarás”… Es mejor empezar con lo positivo, demostrándoles que se les quiere, y que justo por eso nos extraña que hayan hecho eso.
Al padre que quiera saber todo lo que no tiene que hacer con su hijo, yo le aconsejaría que leyese la famosa Carta al padre de F. Kafka. Su padre le había preguntado por qué le tenía miedo, y el escritor le contesta con una carta, mezcla de amor y de tristeza. Lo que más le reprocha a su padre es que nunca se diera cuenta del tremendo poder que, para bien o para mal, tenía sobre él. Con sus perentorios “¡Y a mí no me contestes!“, lo había inhibido hasta tal punto que casi se había olvidado de cómo se habla. ¿Llegaba de clase trayendo una alegría, un trabajito infantil, o unas buenas notas? La reacción de su padre era: “¡No tengo más en que pensar…!“. (Ese “más en que pensar” era su trabajo, su negocio). Cuando, por algunos escasos jirones positivos, es fácil intuir lo que habría podido ser para su hijo: un amigo, un confidente, un modelo, todo un mundo… No hay que tener miedo a imitar alguna vez literalmente a Dios Padre. Siempre que el Padre se hace presente en persona, en el Nuevo Testamento, es para expresar la satisfacción que siente por su Hijo, o para ponerse de su parte. “Éste es mi Hijo querido, mi predilecto” (cf Mt 3, 17; 17, 5). ¿Por qué no decirle al hijo o a la hija, cuando la ocasión lo permite, a solas o, aún mejor, delante de otros: “¡Bien, hijo mío! ¡Me siento orgulloso de ser tu padre!“. Esas palabras, si salen del corazón y están dichas en el momento adecuado, pueden hacer milagros y dar alas al corazón de un muchacho o de una chica.
Hay sobre todo una cosa que es necesario imitar de Dios Padre: que él “hace caer la lluvia sobre buenos y malos”. Dios quisiera que fuésemos mejores de como somos, pero nos acepta y nos ama ya tal como somos, nos ama lleno de esperanza. Cada hijo es único y precioso para el Padre celestial. Más aún, Jesús nos ha asegurado que si tiene especiales atenciones con alguien, es con los pequeños, con los débiles, con los pródigos. Él no se fija en el mérito, sino en la necesidad, al menos mientras estamos en esta vida. Tampoco el padre de la tierra (y esta reflexión vale también para las madres) tiene que amar solamente al hijo ideal, al hijo con que había soñado: brillante en los estudios, educado y que cosecha éxitos en todo lo que hace. Debe amar al hijo real que Dios le ha dado, quererlo por lo que es y por lo que puede hacer. ¡Cuántas frustraciones se resuelven aceptando serenamente la voluntad de Dios sobre los hijos, aunque naturalmente haciendo todo lo que está en nuestras manos por educarles!
A los padres que estén viviendo situaciones especialmente difíciles en su relación con los hijos, yo sólo les diría una cosa: tratad de imitar a nuestro Padre del cielo. Él ha decidido vencer el mal del mundo, no oponiendo violencia a la violencia, rechazo al rechazo, sino venciendo el mal a fuerza de bien, la violencia a base de bondad, la rebeldía con el perdón. Un arte sumamente difícil, pero que con su ayuda se puede lograr, al menos alguna vez. A estos padres yo les digo: ¡Ánimo!, Dios está con vosotros, y él sabe mejor que nadie, y por experiencia, lo difícil que es el oficio de padre. Cuando nace el primer hijo, el padre lo suele comunicar todo contento a los amigos, diciéndoles: “¡Ya soy padre!”. Estas palabras sólo pueden decirse, en un sentido mucho más verdadero, más adelante en la vida, una vez que se ha dado muestra de muchos cuidados, de mucha paciencia y longanimidad; una vez que se ha aprendido a sufrir por los hijos. Entonces sí que se puede decir de verdad: “¡Ya soy padre!”.
San Pablo se sirve de la imagen de la adopción para ilustrar nuestra relación con Dios Padre: “Cuando se cumplió el tiempo, envió Dios a su Hijo para que recibiéramos el ser hijos por adopción” (Ga 4,4-5). Tal vez los padres adoptivos “tomen su nombre” de Dios Padre más aún que los padres naturales. Y también en este caso, la realidad humana sirve de imagen para la realidad divina y ésta sirve de modelo para la realidad humana. Quiero decir que los papás y las mamás adoptivos tienen algo importante que enseñarnos sobre Dios (y que aprender de Dios), precisamente respecto a la adopción.
La adopción puede ser, en ocasiones, una experiencia de grandes sufrimientos. Con frecuencia los niños adoptados se traen consigo los traumas de la situación de donde vienen, traumas que pueden manifestarse en forma de rebelión, de violencia o de una extraña forma de aparente ingratitud. Y hasta llegan a acusar a sus padres adoptivos de las cosas más absurdas. Pero lo mismo que existe una gracia de estado para el matrimonio, así tiene que haber una gracia de estado para los padres adoptivos, pues a veces dan pruebas de una comprensión y una paciencia casi sobrehumanas. Se elevan hasta un amor que quizás sea el que nos recuerde más de cerca, aquí en la tierra, el amor de Dios: ese amor gratuito que “disculpa sin límites, cree sin límites, espera sin límites, aguanta sin límites” (1 Co 13,7). Al mirar a algunos padres adoptivos, yo he comprendido algunas cosas sobre Dios Padre que no se encuentran en ningún libro de teología. Ante la generosidad y la perseverancia de su amor, ante su capacidad para encontrar una disculpa o al menos un atenuante para todo, yo pensaba: “¡Eso es lo que el Padre del cielo hace con nosotros!”. Cuántas veces arrastramos su nombre por el suelo, hasta llegamos a echarle en cara el habernos creado, y él sigue llamándonos hijos suyos con infinita paciencia y magnanimidad. ¡Realmente, carga con nosotros!
Pero, gracias a Dios, la adopción no siempre es un riesgo y una prueba; las más de las veces es también fuente de enormes y puras alegrías. Con frecuencia el niño y la niña adoptados desarrollan una clase de amor del todo especial hacia quienes los sacaron de la soledad, de la pobreza y de la marginación en la vida. Es un amor, hecho de una gratitud y admiración tan conmovedoras como no es fácil encontrar en ninguna otra situación humana. Personas de gran valía han sido salvadas y regaladas a la humanidad gracias a una adopción. También Dios tiene sus alegrías de padre gracias a la adopción de los hombres que ha hecho por Cristo. Gracias a ella, ha llenado de santos el paraíso. Pero él se siente orgulloso de todos sus hijos adoptivos, sin excluir a nadie, incluso de nosotros que somos tan pobres. ¡Viva, pues, la institución de la adopción, y enhorabuena a todos los padres y las madres adoptivos! Estáis en buena compañía: también Dios es un padre adoptivo, en sentido distinto pero verdadero. Que vuestros hijos os llenen de alegrías y que Dios Padre os ayude mucho.
Y quiero ahora añadir una palabra sobre lo que pueden aprender del Padre celestial, no sólo los padres naturales y los padres adoptivos, sino también los padres espirituales, los pastores de almas. Estas reflexiones valen también, y por doble motivo, para ellos… Los padres espirituales están llamados a hacer tangible el amor de Dios, que es paterno y materno al mismo tiempo, es decir, que está hecho no sólo de correcciones, aliento y reprensión, sino también de acogida, ternura y compasión. Están llamados a ser auténticos papás para los pequeños, los probados, para los que hoy gritan su angustioso Abba desde lo más hondo de su Getsemaní. No puede pretender que el Padre celestial conteste al grito Abba que le dirige en la oración y que le haga sentir su ternura, el sacerdote que no responda al grito de “¡papá!” que le dirija a él un alma en la hora de la necesidad y no le haga sentir su ternura de padre. Los sacerdotes están llamados a “encarnar”, especialmente en el sacramento de la reconciliación, a aquel padre de la parábola que recibe con alegría al hijo pródigo y lo vuelve a admitir en la casa paterna. Decía san Pablo a sus fieles de Corinto: «Porque tendréis mil tutores en Cristo, pero padres no tenéis muchos, porque soy yo quien por medio del evangelio os he engendrado para Cristo Jesús» (1 Co 4,15). También los padres espirituales engendran la vida, por supuesto no como causa principal sino como causa instrumental, en cuanto hacen llegar al corazón la semilla de la palabra. De ahí la fecundidad de la vida consagrada al servicio del Reino. Si la comprendiésemos mejor, tal vez habría menos “crisis de identidad” entre los sacerdotes y menos crisis de soledad.
No podemos terminar esta reflexión sin dedicar un pensamiento especial a san José, al que la Iglesia ha proclamado patrón y protector de los padres. La tradición lo ha llamado “padre putativo” de Jesús, para recordar que Jesús nació “por obra del Espíritu Santo”. Pero tal vez ese término sea reductivo y diga demasiado poco. En realidad, el evangelio, aunque deja claro que Jesús nació por obra del Espíritu Santo, no tiene miedo de llamar a José sencillamente el padre de Jesús y a Jesús “el hijo de José” (cf Lc 4,22). Refiriéndose a él, María le dice a Jesús adolescente “tu padre” (cf Lc 2,48), y no “tu padre putativo”. Y es que, en realidad, padre no es sólo el que engendra un hijo, sino también el que lo recibe por hijo, el que lo cría con el sudor de su frente, el que se encarga de él. Y José hizo todo eso con Jesús, y de forma ejemplar. Además, en este caso hay una razón todavía más pro funda: José es padre de Jesús porque es el verdadero esposo y marido de la madre de Jesús.
Juan Pablo II, recogiendo unas palabras de Pablo VI, escribe acerca de san José en una reciente exhortación apostólica: «Su paternidad se manifestó en que hizo de su vida un servicio, un sacrificio, al misterio de la Encarnación y a la misión redentora que va unida a ella; en que usó la autoridad legal que tenía sobre la Sagrada Familia para hacer una entrega total de sí mismo, de su vida y de su trabajo»: (Redemptoris custos 8). En ciertas situaciones familiares nada fáciles, san José puede ser una valiosa ayuda para los padres, que harán bien en recurrir a él en la oración. Cuando nació Juan Bautista, el ángel dijo que lleva ría a cabo la misión de Elías de “convertir los corazones de los padres hacia los hijos y los de los hijos hacia los padres”. Ésta es una misión que vuelve a ser urgente al comenzar este nuevo milenio, en que también nosotros estamos llamados a “preparar para el Señor un pueblo bien dispuesto” (cf Lc 1,17). Forma parte del esfuerzo por una nueva evangelización la iniciativa de una gran reconciliación y de una sanación de las relaciones enfermas entre padres e hijos. Espero que esta meditación sobre el modelo celestial de toda paternidad nos haya ayudado un poquito en esa tarea.